gjaramillo@elcomercio.org
La Navidad y el Año Nuevo estadounidense sólo confirmaron la persistencia de una de las peores tragedias que puede vivir una sociedad: la discriminación y el racismo.
Estados Unidos se niega a tener una conversación sobre raza cuando esta sigue estando en la raíz misma de todos los escenarios violentos del último año: desde el homicidio de Michael Brown y los disturbios que este ocasionó en la ciudad de Ferguson, Missouri, hasta la asfixia de otro afroestadounidense en manos policiales en la ciudad de Nueva York. Otro asesinato injustificable y oprobioso que no fue ni siquiera sancionado por la ley.
Cuando el alcalde más mestizo que ha tenido esa ciudad, Bill de Blasio, demandó a la fuerza policial enmiendas sobre su conducta estructural, sólo recibió burlas y una amenaza de huelga de brazos caídos. Sin contar con que no hay un solo día donde algún comentarista o político conservador emita algún comentario racista sobre el Presidente y sus orígenes no norteamericanos o su carácter, por el simple hecho del color de su piel. La presidencia de Obama ha hecho resurgir la profunda huella racial que aún existe en Estados Unidos, al punto que muy pocos creen que el país no tiene un problema racial.
Racismo es un conjunto de relaciones de poder –expresadas generalmente en disposiciones legales y económicas- que mantenían y generalmente siguen manteniendo a un grupo de personas (por causa de su raza) lejos de posibilidades de realizarse plenamente como tales. La definición es la estándar de cualquier diccionario político, pero útil para dejar de congraciarnos con nuestra conciencia al ver el triste escenario racial estadounidense sin siquiera reflexionar lo que pasa en el nuestro. Nadie puede estar cómodo observando desde la tribuna una embestida más al movimiento indígena que, desde los años noventa, es el mejor capital social para entendernos como país y para dejar de lado el discurso de que no pasa nada con la raza en el Ecuador.
Claro que pasa -todo el tiempo- empezando por los niños que son marginados en escuelas y colegios privados porque son de otro color o los que no encuentran trabajo por el color de su piel y por sus orígenes humildes que, generalmente, van de la mano, y no por mera casualidad. La pobreza y la exclusión indígenas sigue siendo un problema estructural en el Ecuador. Por ello, la Conaie debe ser respetada no sólo en su casa y sede, sino también en su primacía organizativa; esta es una herencia histórica que nos pertenece a todos. Cualquier intento organizativo desde el Estado sólo puede entenderse como un ejemplo más de ejercicios fascistoides como el de Sinamos (Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social) en Perú de los años setenta, para “encauzar y controlar” la participación social, sin darse cuenta de que, al contrario, sólo agudizaron la polarización.
¿Por qué tiene que ser tan difícil el pluralismo y el respeto?