En Cuba se entra o se sale de la cárcel por razones de Estado, no de derecho. Raúl Castro ha decidido liberar a 52 presos de conciencia. Es su opción menos mala. Esta vez la oposición lo derrotó. La heroica resistencia de los demócratas cubanos, de sus familiares y del resto de la disidencia estaba destrozando la ya magullada imagen de la dictadura. A lo largo de medio siglo, han sido miles los presos políticos cubanos enrejados sin motivos o liberados por cuestiones estratégicas.
¿Cómo excarcelarlos? Aquí entró en juego la Iglesia Católica. Es lo novedoso. Raúl no cree en Dios, pero sí en los curas. Para él, Dios es una abstracción incomprensible, mientras la Iglesia forma parte de la tangible realidad cubana. El cardenal Jaime Ortega, por su parte, no cree en el comunismo, pero sí en Raúl Castro. Supone que, al contrario de Fidel, sí desea introducir cambios sustanciales en el terreno social y económico porque el país se hunde en medio de la improductividad, la corrupción y la absoluta falta de confianza en un torpe sistema.
Raúl descubrió un fenómeno típico de las sociedades en proceso de transformación: el poder requiere un interlocutor ajeno a su propia naturaleza para cambiar de rumbo. Raúl, que todavía no se atreve a dialogar con la oposición, necesita a la Iglesia. No es una mala decisión. Tal vez se acostumbre y la utilice para otros cambios futuros. Puede ser útil para todos.
Raúl no puede llevar el tema de una amnistía al parlamento cubano o al partido comunista porque esas instituciones fueron entrenadas para obedecer, no para deliberar. Hoy resultaría muy peligroso abrir un debate dentro de unas estructuras de poder en las que reina una mezcla explosiva de incredulidad con los dogmas de la secta, desconcierto con los resultados prácticos del modelo e inconformidad con unos hermanos que han hecho lo que les da la gana durante medio siglo.
La Iglesia aunque recibiría palos de tirios y troyanos, aceptó la responsabilidad: servir como facilitadora de soluciones. Lo vimos en la Sudáfrica del obispo episcopal Desmond Tutu y en la Nicaragua de Miguel Obando y Bravo. La institución se convierte en vehículo para acelerar los cambios, evitar la violencia y recobrar su influencia.
Raúl, en cambio, le asignó un rol contraproducente al canciller español: tratar de persuadir a los países europeos de que abandonen su posición común frente a la tiranía, postura que daña y retrasa el proceso de cambio. Nadie comprende qué gana España con esa cruzada innoble.
La extraña hipótesis del diplomático es que el trato suave ablanda a los Castro. Ni siquiera advirtió que lo que acaba de suceder desmiente su teoría: fue la firmeza de ciertos países y el heroísmo de los opositores lo que abrió los calabozos. Moratinos insiste en un error que perjudica a los cubanos, no beneficia a España y contradice los valores y los compromisos legales de la Unión Europea. ¡Qué hombre más terco!