Es como si el mundo se hubiera convertido en un descomunal set de televisión, con programación 24/7 y los casi 7 500 millones de humanos que lo poblamos estuviéramos condenados, primero, a nunca poder dejar de ver los programas de última que allí se producen y, segundo, a hacer de extras y sin paga. Los estrenos de esta temporada (perdón por adelantarme) están fatales: tramas burdas y repetidas, violencia gratuita, bandas sonoras insufribles, villanos de pacotilla, buenos tontísimos… Ya saben, los peores vicios de la industria.
En los capítulos más recientes de la versión mundial unificada (porque también hay versiones nacionales, con ingredientes localistas, donde se cambian los temas y los actores son lugareños), a los protagonistas les ha dado por retarse a duelo para comparar tamaños; que al parecer es lo único que les importa. El código secreto del poder.
Ese lenguaje cifrado se traduce más o menos así: quién tiene más grande la furia y/o la bravuconería. Qué nivel de ignorancia es el más abrumador de todos. O qué cantidades de impiedad son necesarias para demostrar al mundo, o sea a esos 7 500 millones de minúsculos seres, que, de cualquier cosa, lo más grande les corresponde a ellos.
Ah, y su incontinencia es inconmensurable. Por eso no piensan ni por una milésima de segundo antes de actuar (ponderar o buscar alternativas es de pusilánimes). El manual dice que, además de furiosos, han de ser rápidos; su ira debe desplazarse a la velocidad de la luz. En lo que tardan en pensar: “¡Cómo no te metiera un bombazo en la mitad de la frente!”, el artefacto ya debe estar cayendo en la mitad de algún paraje olvidado y polvoriento. También usan la modalidad de amenaza instantánea y repetitiva, a ritmo de metralleta, para mantener en vilo al mundo entero (no es una hipérbole) y así seguir ganando tiempo para hacer y deshacer (lo que sea que hagan; porque nadie sabe muy bien a qué se dedican, además de a ser furiosos).
Como ya adelanté, estos villanos vienen en varios modelos, tamaños, colores e idiomas; crecen como los hongos en los potreros para el ganado vacuno. Y, poco a poco, los –a todas luces– impotentes millones de extras/espectadores vemos cómo se van apoderando del mundo. Me estaba olvidando, así como algunos se obsesionan con el tamaño, los hay con fijación por la duración. Es un problemón, porque una vez subidos a lo que ellos consideran su trono, no hay quién los baje. Y nos aplican el “hasta que la muerte nos separe”. Pero los espectadores nos vamos muriendo y ellos siguen, vivísimos, entronizados.
Quizá el secreto de la vida eterna esté en la furia y en la rapidez de maniobra. Y ellos son rápidos y son furiosos. Son, también, los dueños del mundo en diferentes escalas (porque nosotros, los buenos tontísimos, los dejamos). Qué bajón. ¡Pasen el control remoto!