Con los relatos de los cronistas, los cuentos de las abuelas y los testimonios de los libros de viajes, podría reconstruirse la historia de la vida cotidiana del país. Sus raíces esperan que, algún día, se cumpla ese propósito.
Muchas cosas se han borrado de la conciencia colectiva. El tiempo ha matado tradiciones que fueron núcleo de la vida social. Sin embargo, sobreviven algunas ideas y costumbres que forman parte del tejido social. Y esto es importante porque un país con personalidad es, ante todo, un pueblo con memoria; sin ella, podremos ser patio de comedias o escenario de tumultos, pero nunca una nación.
De allí que el intento mayor en nuestros días debería ser hacer de este Estado enfermo de política, una nación, porque con ella comienza la dimensión trascendente de las cosas. Sin la conciencia de las raíces, prevalece lo pasajero y lo superficial. Sin esa conciencia, no existe el hilo argumental que da continuidad a la sociedad.
E ste, como otros países de América Latina, tiene raíces que duermen en los libros viejos, en las crónicas antiguas. Se han hecho esfuerzos para difundir esos textos, que siguen, sin embargo, como lectura de iniciados y entretenimiento de los poquísimos aficionados a las cosas del país. El Ecuador no tuvo la suerte de contar con un hombre con el talento de Germán Arciniegas, el gran escritor colombiano, que supo divulgar la crónica, el episodio y la anécdota. A partir de ella, logró reconstruir el ambiente y la vida del Virreinato de Santa Fe Bogotá, de la Conquista, de los dormidos tiempos de la Colonia y de los revueltos de la Independencia.
Aquí nos hizo falta un juglar que descubra el argumento vital del país. Nos hizo falta quien apueste a la memoria y trascienda de la coyuntura. Con raras excepciones, prosperan por acá los que saben transcribir la historia, y, con frecuencia, contarla desde la ideología, pero sin calor ni humanidad, sin el sentido y la intuición que hace falta para proyectar lo simple y lo verdadero hasta hacer de ello la enseña de una nación.
El Ecuador ha estado habituado a la historia espectacular, a la de las fechas, discursos y personajes. O al derrotismo enfermizo cultivado por intelectuales y políticos. O al revanchismo empobrecedor. Hemos olvidado lo cotidiano, que explica mejor la vida social. La historia de la vida común está, en cierta medida, escrita en la conciencia de alguna gente, pero hace falta volver la mirada a las raíces y revalorizar nuestros orígenes, para que esos detalles y la vitalidad de las anécdotas iluminen de algún modo una historia oficial habitualmente sombría. Para que empecemos, de verdad, a ser país a partir de cada hombre y de cada mujer, y en la perspectiva de cada ciudadano.
Esto parecerá demasiado académico, pero, quizá, es lo que necesitamos para entendernos, para descubrir la sustancia bajo la hojarasca. Para insinuar otra vez la fraternidad perdida .