Una minoría dura, muy movilizada y violenta, triunfa con frecuencia sobre una mayoría blanda que también busca un cambio pero en un marco de respeto a la legalidad. La historia está repleta de episodios donde el legítimo deseo de equidad y progreso es aprovechado por grupos mafiosos que utilizan la política para adueñarse de un país y acumular dinero desvergonzadamente.
La Nicaragua de Ortega es un ejemplo de lo que digo. Surgido de las entrañas de una sociedad que anhelaba despojarse de un régimen oprobioso, el sandinismo tiene los mismos rasgos del somozato que tanto dijo despreciar: corrupción, familismo y autoritarismo.
Hoy, Ortega es el nuevo Somoza de su país, sólo que revestido con una pátina democrática por haber llegado al poder a través de elecciones (que no sabemos si fueron libres).
La norteamérica de Trump es otro caso donde una minoría dura se ha impuesto sobre una mayoría blanda. Ahora, la Casa Blanca comienza a llenarse de extremistas que desdeñan principios universales como la libertad y la igualdad porque están convencidos que sus valores –e incluso ellos mismos– son mejores que los demás.
Los liberales –al igual que los radicales– denuncian las injusticias sociales y las instituciones retrógradas que aúpan ese orden injusto. La diferencia entre ellos es que los liberales rehúsan tomar acciones violentas o alejadas del marco constitucional y legal para llegar al poder y cambiar el estado de cosas.
El camino del demócrata es más tortuoso y difícil porque debe ceñirse a las reglas de su sistema político. Hace esto por principios y porque sabe, en el fondo, que lo que comienza bien terminará bien, y viceversa…
Llegar al poder violentando principios, forzando leyes y pisoteando códigos elementales de comportamiento puede resultar ventajoso en términos de tiempo y esfuerzo electoral. Pero esas victorias adquiridas con métodos cuestionables resultan finalmente pírricas, porque llevan irremediablemente al desprestigio.
El político demócrata –el que lucha por principios y cree en la legalidad– nunca abrazará al extremismo. Aunque tenga opiniones fuertes sobre un tema determinado, siempre querrá dialogar con el otro para encontrar un acuerdo.
La tentación del radicalismo es grande porque ofrece, al parecer, un camino corto hacia el poder.
Pero más importante que alcanzarlo es saber qué hacer con él. Esos qués y cómos solo se vislumbran cuando el político se convierte en demócrata y llega a gobernar con amplia legitimidad.
El elector también puede caer seducido por un político extremista porque sus propuestas pueden sonar más definitivas. Ese es un riesgo del que deberíamos cuidarnos ahora que la campaña comienza a tomar cuerpo.