El gran culpable de que conducir en Quito sea una tortura en las horas pico no es (exclusivamente) el Municipio ni el cuerpo de concejales ni los alcaldes. Es de las personas que han convertido al automóvil en su dios, en su máximo objetivo, en su referencia de vida, al punto que no hay actividad para la cual no se lo utilice. Que alce la mano quien no tenga en su barrio a ese desaprensivo vecino que acude en auto a la panadería para comprar cachitos y leche.
Quito posee 357 200 automóviles particulares, aproximadamente, con un promedio a ojo de buen cubero de cuatro metros de largo por unidad (el Spark, que es del segmento más pequeño, mide 3,64 m). Si los enfiláramos, tendríamos nada menos que 1 465 000 metros de automóviles, es decir, ¡el 11% del total del diámetro del planeta! Y esto sin tomar en cuenta a los casi 100 000 vehículos pesados que también circulan por las vías de la fatigada capital.
Es verdad que poseer automóvil propio cambia la dinámica de una familia y facilita la eficiencia de ciertas actividades. Y también es cierto que el servicio de transporte público nunca alcanzó la suficiente confianza, seguridad y confort para que la gente lo prefiriera. Y es verídico que la gasolina barata hizo que incluso aspiremos a autos grandes, tragones, pomposos.
Ya no hay calles, sin embargo, para que todos quepamos. Aunque se anuncien soluciones viales que podrían dar algo de fluidez a una zona determinada, el problema sigue siendo que esa enorme cantidad de autos simplemente ya rebasó cualquier capacidad que tenga un puente, un paso a desnivel, un túnel o cualquier obra. Estamos atrapados.
No hay que caer en la tentación de creer que la solución es construir más vías, pues la experiencia en otros países indica que eso termina por atraer más autos. Es necesario debatir cómo se articulará el Metro con el transporte público. Es necesario incentivar la bicicleta. Y, sobre todo, es indispensable abandonar el culto al dios automotor.