Hace un par de años, por estos mismos días, me atreví a sugerir que el Municipio regulase la quema de los monigotes que los quiteños realizamos para fin de año. Esto porque, cada primero de enero, la ciudad amanece cubierta de escombros humeantes que no sólo contaminan el ambiente sino que queman el pavimento, ensucian los parques y veredas e impiden la circulación de personas y vehículos.
Este problema es más acuciante en Quito que en los valles aledaños por la sencilla razón de que en la ciudad hay mayor concentración demográfica: donde antes había 10 casas y 10 familias, ahora seguramente hay ocho edificios que albergan a un total de 80 familias, como mínimo. Entonces, lo que hace 15 o 20 años era un ejercicio lúdico –quemar un muñeco relleno de aserrín y saltar por encima de sus llamas– practicado por un puñado de personas, ahora puede convertirse en una auténtica Hoguera de Nerón alimentada por cientos de miles de habitantes que inadvertidamente atentan contra la propiedad pública y el medioambiente de su ciudad.
Sugerí que el Municipio fijase una serie de sitios específicos donde las familias de cada barrio pudieran quemar sus Años Viejos y que la Alcaldía prohibiera terminantemente que se encendieran hogueras en las calles.
Propuse, en aquella oportunidad, que en los sitios especialmente designados, el Municipio instalara contenedores para que los vecinos del lugar pudiesen depositar los restos de la hoguera que encendieran. Me atreví a pedir que la autoridad ordenase que ningún fuego fuera abandonado y que sus autores dejasen el sitio totalmente limpio, antes de regresar a sus departamentos.
Todo esto para que los quiteños podamos seguir cultivando esta costumbre tan nuestra –tan llena de hondos significados– de una manera que se ajuste a las nuevas circunstancias urbanas y sociales en que vivimos.
Incluso me aventuré a decir que una ordenanza de esas características podría promover la amistad entre los miembros de un vecindario porque tendrían la oportunidad de celebrar juntos fechas tan significativas como la terminación de un año.
No entendía, por aquella época, que el Municipio de Quito se dirigía hacia un estado de inoperancia absoluta y que una iniciativa tan sencilla, como la descrita aquí, sería imposible de poner en práctica.
Por no incordiar a nadie, el Alcalde se ha convertido en un personaje sin iniciativa ni autoridad. Han pesado más sus ambiciones políticas personales que sus obligaciones como administrador de la capital ecuatoriana.
Mañana, 1 de enero, Quito volverá a amanecer cubierta de cenizas y restos a medio quemar. Serán toneladas de desechos sólidos que se sumarán a muchas otras más que tardan demasiado en ser recogidas y que han convertido a nuestra ciudad en un triste basural.