Los científicos aseguran que no hay un perfil psicológico del corrupto, pero se ha probado que, una vez que alguien se adentra en este vicio, la patología es ascendente.
Cómo si de una pandemia mortal se tratase, el virus de la corrupción ataca al país, y parece haber penetrado en la médula misma del cuerpo social.
El deterioro de la ética ha cegado el entendimiento de muchos, que tratan de convencer que las mansiones, los carros de alta gama, las membresías, la ropa de marca, los viajes exóticos y todo el cambio de estilo de vida de los funcionarios son producto de actividades lícitas. Audaz menosprecio a la inteligencia del pueblo que no se traga estos inverosímiles cuentos, como ese otro que dice que el jefe de todos los poderes; el que se metía hasta en las finanzas de las comisarías y vigilaba al género humano ignoraba en qué andaban quienes compartían la mesa del Gabinete. ¡Por Dios!
Un vicepresidente, varios ministros, un ex gerente del Banco Central, un ex gerente de Petroecuador y el mismo contralor del Estado procesados por corrupción prueban de manera fehaciente la vileza con que actuaron estos funcionarios del correato.
En la revolución fallida prevaleció el amiguismo. Ante la abyecta actitud de quienes eran considerados parte del “proyecto político” se hicieron los desentendidos.
Jamás el país ha contemplado, como ahora, el colapso institucional propiciado por la lenidad de quienes estaban llamados a tomar cuentas a los funcionarios.
La Comisión de Fiscalización de la Asamblea ha sido negligente, su papel raya en lo impúdico. Solo extiende certificados post mortem al destituir al contralor Pólit (ese que vendía informes), cuando estaba sentenciado y prófugo en Miami. Al archivar el juicio político al acusado Glas (al que recibió con alfombra roja). O al propiciar que hoy el Pleno le censure y destituya cuando su cargo está ya declarado en abandono y tiene sentencia de seis años de prisión por asociación ilícita en la trama de corrupción de Odebrecht.
Estas negligentes actitudes son los vectores que propician la expansión de la epidemia de la corrupción que ha golpeado con fiereza, incluso, al deporte.
Pero la corrupción no es parte del ADN social. La mayoría de los ecuatorianos es gente honesta. En su representación han actuado la Comisión Nacional Anticorrupción que ha denunciado a los bandidos y activistas como Fernando Villavicencio y Cléver Jiménez que han sacado a la luz los trapos sucios de la revolución en la que se alzaron con cifras inconmensurables, sobre todo en los negocios petroleros.
En las democracias, las leyes y su aplicación son los anticuerpos que detienen la expansión del mal al evitar con sanciones el contagio. Para el año que acaba de empezar, combatir la corrupción y evitar la impunidad debe ser la promesa colectiva. La enfermedad no hará metástasis sólo si la sociedad vigila y presiona para que paguen los corruptos.