Lo que queda es la palabra. Lo que se dijo, lo que se negó, lo que se afirmó a pesar de todos los miedos. Se salva aquello que se rememora. Sobrevive lo que se piensa, lo que se narra. La historia, en realidad, está hecha de palabras en las que atrapan a los personajes y a los hechos, a las maldades del poder, a los oropeles, a las falsas glorias, y en las que quedan también las verdades, la dimensión terrestre de las cosas, la proyección de la vida cotidiana. Queda, pese a toda la hojarasca de los adulos y tras la polvareda de las mentiras, la desnuda e incómoda verdad, esa intrusa que agua las fiestas de los poderosos.
Lo que queda son los libros, la literatura que es mejor testimonio que las historias oficiales. Queda la ficción que permite imaginar, reconstruir, soñar lo que fue o, mejor, lo que debió ser. Por eso, hay gente que escribe, que inventa historias, que destruye mitos y hace posible que, más allá de tantos pueblos, sea el Macondo imaginado la personificación de una visión y de un tiempo de América Latina, y que aquel pueblo del coronel desolado que no recibía cartas, viva más que los de la vida real, esos que carecen de la bendición de la palabra.
De la política, lo que queda después de los días de gloria, una vez extinguida la soberbia, es la palabra, lo que se dijo. Más allá de la memoria monumental de las “obras”, a la que siempre aspiran los caudillos, queda la difusa idea del discurso, quizás el recuerdo de sus gestos, del gran teatro en que vivieron. Pero si no hay sustancia, si no hay humanidad, por un tiempo quedará el humo, y pasada la vida, no quedará nada. A veces, si un Maquiavelo se atreve, la palabra se convierte en certero testimonio de la tiranía, en catecismo de cómo combatir la dignidad, de cómo dominar. Habrá entonces un texto de lo que no se debe hacer desde el poder.
La palabra, y no la imagen, es lo que distingue a la humanidad. Las ideas tienen fortuna si las palabras las traducen con rigor y la claridad. Por eso, aquellas que se enredan en la jerga y en la suficiencia disparatada de los especialistas, ni trascienden, ni se entienden, es decir, son nociones fallidas, tentativas de pensamiento. Ortega y Gasset decía, por eso, que “la claridad es la elegancia del filósofo”, ahora que abundan los confusos que viven convencidos de sus filosofías.
La palabra libre es lo que importa. Sin ella, no existe la verdad. Por eso se la combate y se intenta, cada vez más y en tantas partes, someterla, diluirla entre el miedo y la censura. Se intenta vanamente enterrarla, para que, en su lugar, proliferen los silencios y los “decires” que adulan o que mienten. La palabra que expresa los derechos necesita libertad. La vida se construye mejor si se dice lo que se piensa en voz alta y sin miedo. Por eso, la literatura y la imaginación han sido los fantasmas del poder. Fantasmas necesarios, imbatibles.