¿Para qué sirve un Presidente?

El mayor problema político de América Latina es el creciente divorcio entre la sociedad y el Estado.

Las sociedades no sienten que los gobiernos, realmente, representan sus intereses y valores. Creen que los políticos son bandas de corruptos que llegan al poder para enriquecerse ilegalmente. No perciben las instituciones como entidades libremente segregadas para cumplir y hacer cumplir las leyes, sino las ven como guaridas para preservar los privilegios de los que mandan. En casi todos los países tienen la peor opinión de los parlamentos, del sistema judicial y de las fuerzas de orden público. En casi todos, probablemente con razón, desconfían mortalmente de la presidencia.

Esta situación explica por qué la estabilidad democrática pende de un hilo en nuestros países. Cuando se deja de creer en el modelo político en el que vivimos, le abrimos la puerta a la absurda creencia de que un grupo de revolucionarios dirigidos por un caudillo carismático, impondrá el orden y la justicia.

Fue así como los cubanos le dimos la bienvenida a Fidel Castro en 1959 y los venezolanos, de otra manera, a Hugo Chávez en 1999. Esa es la historia de Perón, de Fujimori tras el autogolpe del 92, y de todos los hombres fuertes recibidos con una salva de aplausos en nuestros vapuleados países.

¿Tiene arreglo este desencuentro entre la sociedad y el Estado? A mi juicio, este problema encontraría alivio si cambiasen las funciones de la presidencia y se asignara a la cabeza del Estado la representación de la sociedad frente al Gobierno.

Es decir, convertir a nuestros presidentes en ombudsmans o protectores de los ciudadanos ante los atropellos legales que cometen los funcionarios públicos electos o designados.

Ombudsman es una palabra escandinava que designa a los defensores del pueblo frente a las actuaciones del Gobierno. Los chinos los tuvieron antes del nacimiento de Cristo, y hoy casi todos los países cuentan con algún burócrata para ese papel, aunque sin recursos para hacer cumplir sus resoluciones. Son tigres de papel.

Si en América Latina los ciudadanos pudieran comunicarle directamente al Jefe del Estado sus vicisitudes, y si la oficina de la Presidencia fuese una verdadera defensoría del pueblo dedicada a corregir entuertos, denunciar violaciones de la ley y vigilar las tareas del Gobierno, paulatinamente, veríamos producirse la reconciliación entre la sociedad y el Estado.

Ese Presidente-Ombudsman debería ser apartidista, neutral y elegido en comicios separados, lo que conciliaría el modelo entre una República presidencialista y un gobierno parlamentario en la cual el Primer Ministro administraría los recursos como cabeza del gobierno, mientras el Presidente lo sería del Estado y representaría a la sociedad.

Algo hay que hacer. No es posible vivir en naciones estables con ese nivel de inconformidad con el sector público. Es como estar sentados sobre un polvorín.

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