En el círculo VI del Infierno, lugar en el que padecen los herejes y los filósofos epicureístas, Dante Alighieri (eximio viajero del escatológico mundo de ultratumba) encuentra al noble florentino Farinata degli Uberti quien le profetiza que será desterrado de Florencia. El condenado informa, además, que si su castigo es eterno, su facultad profética no lo es; se extinguirá cuando “las puertas del futuro se cierren”; esto es, el día del Juicio Final. Para entonces, el último grano de arena habrá caído en la clepsidra de los siglos, el tiempo habrá agotado el último segundo y en el gran escenario del universo se habrá recitado el postrer parlamento del drama de la raza humana. Nada ocurrirá después. Esta idea, sinceramente, me aterra.
Quien quiera adentrarse en la idea medieval del tiempo debe ir a las páginas de “La divina comedia”. Sin embargo, Dante es, en esto, deudor del pensamiento de San Agustín. Para el obispo de Hipona, la Historia transcurre según un plan concebido por Dios: es una progresión de hechos únicos e irrepetibles que marcan un antes y un después. Se origina en un génesis (la Creación del mundo) y avanza hasta un apocalipsis (el Juicio Final). Fue esta idea agustiniana la que determinó la manera occidental de pensar la historia. Nuestra tradicional imagen del tiempo se asemeja a una flecha lanzada hacia el futuro, un proceso que avanza y evoluciona en una dirección: hacia su perfeccionamiento.
Debemos admitir que esta concepción del tiempo está lejos de ser universal. Muchos pueblos no la comparten. En otras culturas la idea del eterno retorno es alimentada por una concepción fatalista del tiempo. Es el karma de las reencarnaciones. La imagen de la rueda sustituye a la de la flecha. Esta percepción del tiempo se sustenta en el cotidiano espectáculo de los fenómenos cósmicos y naturales: la sucesión de los días y las estaciones, el ascenso y caída de los imperios. Para el hombre primitivo el tiempo era un confuso proceso de luz y tiniebla, la serie cíclica de soles y lunas de cambiante forma.
En la civilización maya, al igual que la andina, el tiempo se concibe como un cambio cósmico de carácter cíclico producido por el movimiento circular del sol, eje de su cosmovisión. Así como la cosecha es certidumbre de siembra, el pasado está delante porque se puede ver y el futuro está detrás porque la vista no lo alcanza. En síntesis, solo hay un pasado: ese que se inventa y un futuro, el que se añora. La idea del Pachacuti es justamente esa: el regreso del tiempo, lo que está dentro sale, lo que está fuera entra. Lo nuevo ya existe en lo viejo.
Según los cosmólogos de hoy, el tiempo surgió hace unos 15 mil millones de años cuando sucedió el Big Bang, fenómeno cósmico o “gran estallido” que dio origen al Universo. Surge el hombre y el Universo se piensa a sí mismo. La meta del hombre es permanecer en el tiempo; la del tiempo, anegarse en el olvido.