En nuestras vidas se dan conflictos continuamente. Salvo el ocasional ermitaño, que se niega al contacto con otros seres humanos, el conflicto, no entendido como pelea sino simplemente como aquella situación en la que la satisfacción de una de las partes interfiere con la satisfacción de la otra, es una ocurrencia cotidiana entre las personas.
Todos nosotros no solo conocemos la experiencia del conflicto en sí, sino también la del escalamiento, condición en la cual un conflicto se vuelve pelea, llenando a las personas de ira, hostilidad y resentimiento y creando condiciones destructivas de las buenas relaciones, de la auto-estima, de la posibilidad de cooperar y de vivir en armonía y, cuando el escalamiento llega a suficiente intensidad, de la integridad física y la misma vida de las personas, y de todo lo que constituye el hábitat humano – casas, calles y carreteras, escuelas, parques, bibliotecas, hospitales, fábricas, etc.
En los muchos años que he trabajado en la aplicación, en situaciones reales, de mi campo académico que es el manejo y la resolución de conflictos, he vivido situaciones difíciles, y con frecuencia tristes, entre marido y mujer, padres y madres e hijos e hijas, hermanos peleados por una herencia, socios que algún rato emprendieron juntos pero ahora no se pueden ni ver; y también conflictos grupales, entre comunidades, entre éstas y entidades públicas o privadas, entre grupos étnicos, religiosos, políticos.
La posibilidad de que un conflicto pueda ser des-escalado y eventualmente resuelto, y, más allá del fin de una disputa puntual, pueda darse el maravilloso evento de la reconciliación entre las partes, pasa fundamentalmente por la apertura a que cada una de las partes pueda comprender la perspectiva de la otra – cómo entiende el conflicto, cómo lo siente, por qué quiere o necesita aquello que dice querer o necesitar, qué dolores y temores le asaltan, que resentimientos u otras causas le impiden buscar la resolución y le impulsan más bien a querer imponerse, ganar el conflicto, causarle daño a la otra parte.
Todos hemos oído y muchos hemos usado expresiones que reflejan ese proceso tales como “Ponerse en la posición del otro”. Parecería, por la facilidad con la cual se lo oye decir, que es algo natural, fácil, frecuente. Pero no lo es.
Una de las mayores dificultades que enfrentamos los seres humanos, especialmente en situaciones de conflicto, es, en realidad, ver las cosas desde la otra perspectiva, comprender no solo lo que nosotros sentimos y necesitamos, sino también lo que la otra persona o el otro grupo siente y necesita.
Consciente de cuán difícil resulta, el poeta Henry David Thoreau planteó un profunda pregunta: “¿Puede darse mayor milagro que el que podamos ver, tú a través de mis ojos, y yo de los tuyos, por un instante?”