Los pueblos ferroviarios

Pueblos ferroviarios fueron Sibambe, Chanchán y Huigra. Se formaron y crecieron, prosperaron y murieron, en torno a la línea férrea. Su tiempo de plenitud y sus alegrías estuvieron marcados por la llegada del tren; y sus desolaciones y nostalgias, por las ausencias, provisionales o definitivas, del mixto y el autoferro. Al igual que en Alausí, la estación fue en ellos lo que en las ciudades coloniales la plaza mayor: el centro, el referente fundamental. Sin estación no había identidad.

Pese a estar anclados en la cordillera, aferrados a los cerros, esos pueblos fueron pueblos viajeros, porque vivieron en torno a esos personajes transitorios, que son los pasajeros, cuya incursión se reducía a llegar en los coches con el signo y el encanto del viaje, bajar al andén a estirar las piernas y recibir el frío mañanero, mirar de reojo el paisaje y, después, subir al coche e irse, quizá, para siempre. Era gente de tránsito que de tanto viajar por el país, había incorporado a sus visiones cada curva y cada puente; y que sabía de memoria cómo resonaba el pito en la amplitud de los arenales de Palmira y cómo retumbaba entre las breñas de Pistishí. Esa población de pasajeros ferroviarios, que fue la clase media de entonces, ya no existe. Ahora, en los tramos rehabilitados, hay turistas, generalmente extranjeros asombrados por el paisaje y los barrancos, por la diversidad y la belleza, y otros, casi siempre nativos urbanos de por aquí, que van aburridos o dormidos –o pegados al iPod-, porque el tren no va a la velocidad del avión, y porque ni las aldeas ni los faldeos andinos ni los valles, interesan.

Quienes conocieron los pueblos ferroviarios echarán de menos el ambiente de las estaciones que se alborotaban momentáneamente con la llegada del tren; la penumbra fresca, profunda, de la oficina del telegrafista, desde donde salía el tableteo del código Morse; ese aire de capitanes de barco que tenían los maquinistas, colectores y brequeros; el olor a petróleo que pronto se disipaba en el aire frío de la mañana andina; y esa majestad de la máquina a vapor ruidosa y humeante. Quizá, echarán de menos la fatiga del convoy trepando por las breñas fantásticas desde los túneles de Huigra hacia la Nariz del Diablo. Y no habrán olvidado el espectáculo de mirar por la ventanilla, abajo, entre riscos y carrizales, el torrente del Chanchán.

La costumbre de viajar en el mixto fue parte de la cultura del país. Cuando el tren colapsó, murió también esa cultura y entraron en agonía los pueblos cuya vida estuvo marcada por el tren. La rehabilitación –obra significativa, sin duda- implica no solo poner en marcha, otra vez, máquinas y convoyes, no solo promover turismo, sino también intentar que en el imaginario colectivo, al menos reviva momentáneamente la memoria de ese tiempo de gente más modesta y pausada: la del clásico pasajero de tren .

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