Acabar con el resentimiento, ese odio larval que devora las mejores intenciones y termina consumiendo personalidades políticas que hubieran podido construir un mejor futuro para sus países. Si solo pudiéramos detener esa caminata en círculos que nos hace volver siempre al mismo punto desde el que partimos. Si de verdad pudiéramos cambiar para alterar las cosas de manera positiva y no sustituir una injusticia por otro, una persecución por aquella de igual porte y volumen. Si solo pudiéramos los latinoamericanos convocarnos a pensar de manera amplia, generosa y madura el porvenir, acaso la única razón colectiva que nos une, mucho podría cambiar de verdad en el subcontinente.
Se va un nuevo año con iguales características de los últimos a pesar del empeño de afirmar que somos diferentes. Los números económicos grandes han sido buenos para casi todos, pero el populismo acabó destrozando en algunos países los logros que el a veces odiado sector empresarial ha podido conseguir.
Nos seguimos empeñando en condenar el éxito ajeno y por ese camino se les ha colgado el San Benito a los ingeniosos, productivos y emprendedores achacándoles ser los culpables de la injusticia, la pobreza y la inequidad que decimos condenar desde el Gobierno pero que no hacemos desde ahí lo suficiente para disminuirlas.
Seguimos hablando de inequidades, pobreza, corrupción, criminalidad’ culpables pero no asumimos el reto de reducirlos a niveles donde una población educada tenga oportunidades que le permita creer en la democracia y rechazar toda forma de autoritarismo aunque tenga maneras de representación populista.
Si pudiéramos detectar a los dictadores disfrazados de demócratas desde su primera intervención es lógico que podríamos aumentar nuestros logros colectivos y disminuir nuestra tentación escapista de encontrar siempre culpables en el otro para no madurar y crecer autocríticamente.
Si pudiéramos hablar sin insultar, persuadir sin amenazar, conversar sin gritar’ esos modos definirían el carácter de una sociedad madura dispuesta a mejor horizontes. Lo opuesto solo rebaja y desacredita.
Si pudiéramos empeñarnos en construir lo colectivo sin acabar la notable fuerza del emprendimiento individual, en ese momento no nos asustaría tanto la diversidad, lo distinto, lo que no se parece a nuestro catecismo sostenido en el odio o el revanchismo.
El mismo que padecerán después los que hoy utilizan esos criterios para perseguir al otro.
Para repetir con eso nuestro ciclo reiterado desde hace un bien tiempo.
Y finalmente no habremos más que repetido la larga y bicentenaria caminata en círculos.