En el remoto páramo andino, en la choza de adobe y techo de paja, chagras y mayorales se instalan a dormir entre ponchos y pellones. Hablan del país visto desde la humildad, de las tradiciones, de la vida cotidiana, de aguaceros y granizadas, de caballos, de reses y sementeras. Hablan de la patria que derogamos, que nos negamos a ver. Mientras tanto, gracias a la electricidad, en el fondo del cuarto un televisor turbio de vejez y polvo, rezonga el noticiero y la entrevista, la propaganda y el reality show.
Proximidades y distancias, entre la tertulia de acá y la televisión de allá, me digo. Y me pregunto si es el mismo país. Si esa sociedad urbana y politizada, lejana ahora, es lo misma que esta, rural, parsimoniosa, que ha logrado preservar el equilibrio, que mira a otro horizonte, que se ocupa de vivir sin ruido, que desconfía de la palabrería y escucha el discurso sin más interés que adivinar si por allí vendrá alguna vez la salud o la escuela. Me pregunto si es la misma gente, esa que vive odiando al adversario, envenenada por la desconfianza, dependiente del poder y ambiciosa de poder, y esta que, pese a todo, aún tiene algún sentido de vecindario y humanidad. Si serán los mismos. Si tertulias como esta serán enterradas definitivamente por el noticiero, y si la charla será solo recuerdo cuando se anule la intimidad, y la política sea el signo de identidad de la gente.
Proximidades y distancias que se van evaporando a medida que vamos hacia un mundo uniforme, donde todo parece normal y todo vale. Allá, en la sociedad de la que llega la noticia y donde el protagonista es el poder, lo demás está ausente.
No hay más país que el que se mide en las disputas electorales. No hay paisaje ni pueblo, no hay aire limpio ni luna. Hay intereses, hay cálculos. Acá, entre nieblas y soles, sobrevive la otra comunidad, pero van llegando también a ella las ambiciones y empieza a romperse la solidaridad, desde que hay banderas de partidos y proclamas de movimientos en los techos de las casas y en las cumbres de los cerros, desde que hay desconfianza inoculada para que unos ganen y otros pierdan.
Me pregunto si la sociedad de allá, donde prospera la ambición y el escándalo, tiene derecho a anular a esta otra, todavía depositaria de valores distintos. Si la democracia es un proceso de demolición de los matices humanos y las diferencias legítimas. Si la democracia es la construcción de zanjas entre hermanos ¿Se puede ver al país de otro modo? ¿Se debe salir del conflicto, y reconocer que hay otro país que también tiene derechos? Proximidades y distancias, que será imposible apreciar si seguimos encerrados en el laberinto, si no somos capaces de atisbar por la ventana, de entender que hay más cosas que las de la noticia electoral, que la vida es más rica y compleja, más bella y diferente, que el círculo vicioso que fatiga y abruma.