Hace 92 años, que se cumplieron el día lunes pasado, el Ecuador amaneció con la novedad de que tenía un nuevo gobierno. La noche anterior, que fue la del 9 de julio de 1925, un grupo de oficiales de baja graduación había derrocado con asombrosa facilidad al doctor Gonzalo S. Córdova, que fue el último presidente del período plutocrático.
Desde mi propia visión de la historia, nuestro siglo XX comenzó en aquella fecha, después de haber echado al río los cuerpos de los huelguistas guayaquileños del año 22. Antes del 25 fue todavía el siglo XIX: un XIX que agonizaba lentamente entre el estruendo de las armas, el spleen de los poetas, el escándalo de los coches sin caballos y el perfume del cacao que llenaba las arcas de aquellos que no peleaban ni amaban a Verlaine. Después del 25 empezó un proceso que va inventando “revoluciones” cada veinte o treinta años. Enumerarlas en orden suena como una letanía: 1925, Revolución Juliana; 1944, Revolución Gloriosa; 1972, Revolución Nacionalista; 2007, Revolución Ciudadana… Si incluimos la Revolución Liberal, que es propiamente una suerte de “antesala” del siglo XX, encontramos que solo dos llevan en su nombre una declaración ideológica; una se identifica solamente por su fecha; la más reciente alude a quienes, en su propio imaginario, se supone que fueron sus protagonistas, y hay una que ha adoptado para sí el mismo nombre que los ingleses dieron a la revolución de 1688 contra Jacobo II, y los liberales españoles a la insurrección de 1868 contra Isabel II. Sin embargo, ninguna de nuestras “revoluciones” puede señalar por sí misma el corte de un período unitario ni el comienzo de una época.
Que todos estos episodios o procesos hayan sido en verdad revoluciones es por supuesto muy dudoso: la de 1925 estuvo ciertamente muy cerca de alcanzar la honrosa jerarquía que corresponde a su nombre, pero de antemano sabemos que nuestra afición a la hipérbole, generosamente documentada en la literatura y la vida cotidiana, nos lleva siempre a dar nombres pomposos a las instituciones y a los hechos, que acaso valdrían mucho más si sus nombres se ajustaran mejor a sus medidas. Por eso, quien no ha llegado a conocernos pensaría fácilmente que con tantas “revoluciones” somos el pueblo más revolucionario de la Tierra. No lo somos, por cierto: independientemente de la tendencia que hayamos elegido (incluso si es de aquellas que se llaman “revolucionarias” a sí mismas), en realidad somos muy conservadores, pero nos gusta hablar sin tregua de la “urgencia del cambio”, cuidándonos muy bien de hacer que las palabras no pasen de ser soplos de voz; y nada es para nosotros más difícil que abandonar ciertos modos, costumbres o conductas, no siempre saludables.
Quizá por costumbre, algunos piensan que hoy nos encontramos cerca de un nuevo sacudón “revolucionario”. No lo creo. Quiero ser optimista y pensar que el Ecuador de hoy ha madurado lo suficiente para no dejarse arrastrar por unos inconformes.