Hace varios meses una idea me zumba, me tienta, me encanta: que por ley todos los funcionarios públicos –desde el portero de un hospital hasta el Presidente de la República, pasando por alcaldes de toda talla, ministros y subsecretarios varios– estén obligados a enviar a sus hijos a escuelas, colegios y universidades públicas. Entonces, sin demoras ni pretextos, las cosas empezarían a cambiar en este país.
La idea no es mía, la tomé prestada de Martín Caparrós cuando el año pasado leí su libro ‘Argentinismos’. Pero me volvió a agarrar el entusiasmo este fin de semana porque curioseando en Twitter vi que alguien de Quito proponía una ordenanza municipal que obligue al Alcalde, a los concejales y a otros funcionarios municipales a movilizarse exclusivamente en transporte público tres veces por semana. Y yo apoyo a esta persona con toda el alma; que aunque sea construyan un transporte público masivo y decente con los impuestos que nos cobran por todo.
Y como los supersticiosos no creemos en las casualidades, para rematar también Caparrós revivió en su blog (Pamplinas, que se publica en El País de España) su idea de obligar a los funcionarios de gobierno a enviar a sus retoños a instituciones educativas públicas. Entonces la señal fue definitiva, y supe que hoy tenía que escribir sobre eso, que quizá hoy es el día en que todos ustedes me van a apoyar a llevar esta propuesta a la Asamblea y a exigir que nuestros representantes la conviertan en ley. ¿O además de supersticiosa estoy siendo demasiado optimista?
La lógica de la propuesta es impecable, porque es sencilla y porque es justa: si las personas que administran la estructura y el dinero destinados a un servicio público masivo también deben ser las usuarias de ese servicio, es seguro que harán lo mejor que puedan para que ese servicio no solo funcione, sino que lo haga con excelencia. Porque nadie, ni el más malvado o aprovechador, quiere el mal para sus hijos.
Si promovemos esta ley nos estaremos asegurando que a ese 70 por ciento que hoy se educa en instituciones públicas le toquen infraestructuras, mobiliarios, profesores y pénsums de primer orden. Y en unos 10 años creeremos que vivimos en Suecia.
Lo mismo aplica para este infierno vehicular que vivimos en Quito. Si los encargados de organizar y controlar este berenjenal no se movilizaran en autos con chofer y al parecer también con patente de corso –todo pagado por nosotros–, invadiendo vías exclusivas y escoltados por guardaespaldas, sino que tuvieran que subirse al trole y coger tres buses o más para llegar de su casa al trabajo, les doy mi cabeza que los buseros ya estarían bien puestos en su sitio y tendríamos metro, tren elevado y hasta teletransportación. Sería la ley más justa en años y la que mejores resultados concretos daría, también.