En julio de 2015, veinticinco soldados sirios fueron ejecutados por niños en una ciudad siria de nombre evocador: Palmira. Escribo, y me sorprende sentir esta devoción por las maravillosas ruinas de la ciudad construida en el desierto sirio, lamentar la brutalidad con que las despedaza el fanatismo, muchísimo más eficaz para destruir, que el tiempo y el viento del desierto. Y me sorprende repetir esa noticia atroz sin estremecerme ya, sin horrorizarme; saber que, aunque me estremeciera y me horrorizara, nada lograría… Y no me sorprende que usted lo lea y sienta, como yo sentiría ante un comentario similar, la falta de interés de estas palabras, su pasmosa inutilidad. Porque noticia tras noticia, todo se desvanece en la trivialidad, y nuestra cómoda existencia va de un espanto a otro, en una como morbosa previa adecuación a lo que venga…
Decirlo, reconocerlo, como consecuencia de estas inmensas, atroces constataciones, es tan inútil como invitar a pensar sobre las condiciones de la condición humana, sobre el mal, el bien y sus contradicciones; sobre el miedo y el olvido del miedo, sobre el seguir existiendo al margen del dolor de los demás sin intentar comprenderlos, dando por hecho que nada puede entenderse.
Nadie piense, por ejemplo, que en el ISIS no hay quien crea que hace el bien al asesinar a blasfemos de su fanática fe, tanto más meritoria, para ellos, porque siendo fanática, obliga a sus creyentes a eliminar toda posibilidad de duda, todo anhelo de comprensión, toda posible libertad de pensamiento o intento de independencia, aunque solo fuera mental, por mínimo que sea.
El joven que ejecutó de un tiro a su propia madre, por blasfema, creía en algo más alto que el afecto, que la unión, algo más fuerte que su propia niñez, que él mismo: en un universo totalitario –y este lo es, del totalitarismo más atroz- el triunfo sobre uno mismo radica en la renuncia absoluta al criterio personal, a la condición misma de persona: en la dejación de la libertad y el miedo.
Conocer, decidir son palabras menores: lo esencial es obedecer sin preguntas. Inevitablemente evoco ese principio que nos parecía tan adecuado a la vida espiritual a que aspirábamos, tan soñadoras, nosotras, en nuestra devota y lejana, aunque omnipresente adolescencia: ‘si tu maestro se equivoca al mandar, tú no te equivocas al obedecer’. En aquel entonces, si esta frase atroz podía pronunciarse de buena fe, la buena fe acompañaba a maestro y discípulo; aquel procuraba ser consciente de lo que mandaba y, contra toda razón, los discípulos, de lo que obedecían. Diría mejor que nunca obedecían, lo cual habla muy bien de una adolescencia que estrenaba su libertad para soñar, para ser.
En el universo totalitario, la alegría de la libertad es vergonzosa. La única dicha posible radica en la esperanza del paraíso futuro –paraíso social, en el totalitarismo político; religioso, en el fanatismo a lo Estado Islámico–. La sonrisa, la risa se prohíben donde todo, hasta la infancia, lo rige la horrible seriedad de la muerte.
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