El problema es la desconfianza en las instituciones, las leyes, las autoridades, en el Estado mismo.
El problema es de credibilidad y de recuperación de tiempo y de referentes perdidos, o muy estropeados, tras diez años de vapuleo sin piedad, de siembra de tempestades. Diez años de arremeter contra la libertad de opinión, de vendernos la idea de la salvación por la política.
El problema es la desconfianza, y es un asunto ciertamente dramático, porque las cifras indican que estamos en una monumental crisis; que la deuda supera de largo la prudencia, la previsión, el sentido común; que el gasto no debía ser, ni puede ser, la filosofía de la sociedad y, peor aún, la del Estado; que el consumismo al que se indujo tiene consecuencias perversas; que la gratuidad entraña una mentira; que el clientelismo es insostenible; que las libertades son condición necesaria para la democracia.
El problema es la desconfianza porque la carga ideológica contra la inversión privada ha sido abrumadora, refinada, sistemática, inspirada en las más rancias y anacrónicas tesis de la izquierda caduca; porque se ha satanizado la ganancia y no se ha dudado en expedir leyes confiscatorias para castigar la “acumulación”, ignorando que sin ella no hay progreso: hay deuda, pobreza, parálisis de la economía, del empleo.
Pruebas evidentes: la Ley de Plusvalía que confisca al que cometió el error de invertir en el país, la Ley que sistematiza la expropiación, y la que obliga a que los propietarios, a título de contribución de mejoras, paguen las inversiones en obra pública, y entonces, ¿para qué sirven los impuestos, y para qué la deuda?
La restauración de la confianza -elemento sicológico clave de la economía, la familia y la sociedad-, exige una depuración brutal de prejuicios, personajes, leyes, corruptelas y prácticas que han edificado un Estado intervencionista, pero con instituciones destruidas por una política anclada en el populismo y en el culto a la personalidad.
La restauración exige medidas prontas, radicales. Exige señales inequívocas de cambios sustanciales. Exige firmeza e impone la necesidad de metas comunes en torno a las cuales se puedan construir consensos básicos, que apunten a la restauración del imperio de la ley y del concepto de República.
A la reivindicación de las libertades. El problema enorme es la corrupción, cómo se restaura la decencia y se pone de moda la integridad, si vemos lo que vemos, si asistimos a la abrumadora telenovela de escándalos y sinvergüencerías.
Y a un cinismo que desarma, y que, por momentos, nos hace pensar que no hay esperanza. El compromiso del Presidente no es con su partido, ni con un proyecto que hace agua por todo lado. Su compromiso es con un país abrumado, enfermo de desilusión, cansado.