Columnista invitado
La privatización de la política ha sido una de las estrategias más exitosas del correísmo. Una vez controlado el aparato estatal, en los inicios del régimen, el Gobierno de Alianza País sacó a la política del ámbito público y la enclaustró en el círculo cerrado del Poder Ejecutivo.
A partir de ese momento dejaron de ser importantes las movilizaciones sociales, las instituciones formales de la democracia o la participación popular. Todas aquellas instancias políticas que se supone responden al interés general, que expresan demandas de sectores ciudadanos o que constituyen los espacios naturales para el debate, quedaron subordinadas a la agenda impuesta desde Carondelet. Sobre todo la Asamblea Nacional.
La fórmula, hay que decirlo, no es nueva, ni tampoco una invención del correísmo. En la historia ecuatoriana la política ha estado sistemáticamente secuestrada por élites de distinta ralea o por grupos de poder de diferente procedencia. La imagen del gobierno como botín político tiene su explicación en esta práctica conocida y –lamentablemente– aceptada.
Pero esta vez se produjo una diferencia importante: la lógica empresarial fue sustituida por una lógica tecnocrática, la cual permite proyectar un simulacro de neutralidad estatal.
En apariencia, el Gobierno correísta actúa al margen de presiones e intereses de grupos económicos; la administración pública está en manos de burócratas supuestamente imparciales y comprometidos con el interés nacional.
En tal virtud, el Estado sería una especie de árbitro de la conflictividad social que, entre otras funciones, garantiza la posibilidad de disputa política a las mayorías históricamente marginadas.
Sin embargo, la crisis económica acaba de echar abajo este montaje. Porque solamente una política dispendiosa y caritativa podía sostener un modelo de reparto injusto, aunque satisfactorio para las partes (a fin de cuentas, a los pobres también les cayó la yapa del excedente de los precios del petróleo).
Hoy que los recursos escasean, los grupos empresariales privados vuelven a intervenir como custodios de la política. Y el Gobierno les ratifica su propiedad sobre las decisiones públicas. Ya no caben más disimulos ni mediaciones tecnocráticas. El diálogo nacional terminó convertido en una simple pantomima al lado del proyecto de alianzas público-privadas.
Es la Ministra Coordinadora de la Producción, y no el titular de la Senplades, quien negociará los acuerdos para enfrentar la crisis. No es la economía popular o comunitaria, sino la privada la que recibirá todas las atenciones del Gobierno.
No es el debate público, amplio y democrático, sino los acuerdos reservados y restringidos los que marcarán la cancha durante el próximo período.
Al parecer, la noche neoliberal ha sido más larga de lo que nos contaron.