En medio de las ofertas de campaña y de los dimes y diretes de los candidatos, lo que está en juego es el modelo de estado y el tipo de sociedad en el que realmente queremos vivir. Dicen que los árboles no dejan ver el bosque y este es, precisamente, el problema: detrás de las promesas, las dádivas y las cifras (pareciera que vamos a vivir en el país de las maravillas) se esconde no solo el crepúsculo de las ideologías, sino también los intereses del poder y, lamentablemente, sus falencias. La visión romántica que tiene este Gobierno le lleva a pensar que lo que ellos diseñan sobre el papel se cumple automáticamente en la realidad. Hemos asistido a fuertes inversiones en vialidad, salud, educación, justicia, etc. Pero eso no significa que nuestra sociedad sea más democrática, más justa, equitativa y eficiente. Ni siquiera la obra es suficiente y su calidad deja bastante que desear. Entre otras cosas, bastaría con fijarse en la planificación del desarrollo, del cual muchos de nuestros funcionarios se sienten tan orgullosos… Sin embargo, objeciones habría que hacer.
Las hago desde mi sitio, el de una provincia pobre, fronteriza y de siempre abandonada, en la que hasta el propio Presidente se desespera cuando viene y no llega, perdido entre los huecos del camino. Dicen que nunca ha habido tanta plata, mas cuando la plata llega (que no siempre llega), ¿llegan las competencias? Y, si se transfieren las competencias, ¿se prepara a la ciudadanía? Se construyen edificios y se invierte en tecnología, ¿pero funcionan los servicios? Se multiplica la burocracia, ¿mas se capacita a los funcionarios públicos? Se divide el territorio, ¿será que se salvaguarda su identidad? Más allá del mapa, es imposible hablar de territorio sin tener en cuenta las dimensiones sociales, culturales, políticas, económicas y ecológica. No es viable ningún proyecto de territorio sin participación ciudadana y sin control social.
Ya sé que es molesto meter el dedo en el ojo, especialmente en momentos electorales en los que uno desearía que las cuentas pendientes le cuadraran, pero la distancia entre la propaganda y la realidad es demasiado grande. Ni siquiera este aluvión de cuñas, vallas y sabatinas puede esconder la desesperante realidad: el país no funciona como uno quiere sino tal como el país es. Y para que el país cambie no es suficiente la directividad de los iluminados, sino el establecimiento de tramas y de procesos institucionales, educativos, de capacitación, de participación, que nos hagan crecer de forma equitativa y humana.
Hoy, la opción de poder es poco democrática y participativa, poco eficiente. Quizá por eso mismo el Gobierno tiende a machacar a todo aquel que se sale de su marco normativo, de la falsilla creada por sus sabios, en la que todos deberíamos de ubicarnos con complaciente gratitud. Pero, les guste o no, es una gran equivocación pensar que el Estado sólo se construye desde arriba, desde las políticas públicas y las planificaciones técnicas. Se necesita algo más.