A mediados del siglo XX y cuando el mundo empezaba a salir del trauma de la guerra mundial, el concepto de humanismo había entrado en crisis. Un creciente malestar de la cultura (aquella “decadencia de Occidente” de la que habló Spengler, aquel lamentable “olvido del ser” al que se refirió Husserl) se hizo evidente luego del aparatoso fracaso de una civilización que, desde el Renacimiento, había cimentado su razón de ser en la búsqueda desinteresada de la verdad, el respeto a los valores espirituales que colocaban al hombre en el centro de su cosmovisión. La joven generación europea de entonces (pichones de filósofos, literatos en ciernes, sorbonícolas de la “gauche”) se preguntaba ¿acaso no resulta anacrónico hablar de humanismo en una época de desprecio de lo humano?, ¿cómo sustentar la fe en el hombre luego de la experiencia del holocausto, el olvido de la compasión, el auge de la industria bélica? ¿Acaso, después de Auschwitz y de Hiroshima, ya no era posible creer en la bondad del ser humano?
Este grave interrogante se clavó, cual ardiente espada, en la conciencia del hombre del siglo XX, en la amenazada cotidianidad de las generaciones que sobrellevaron los sobresaltos de la guerra fría, las tribulaciones de los gulags.
Y sin embargo, la reflexión acerca de un humanismo esencial no ha muerto, sobrevive; sobrevivirá siempre más allá de los flagelos y pesadumbres que nos depare la historia. Está vivo ahora en el centro de esta civilización globalizada y tecnológica, lo está en la agonía metafísica del hombre contemporáneo y lo estará siempre porque filosofar sobre lo humano nunca dejará de ser una tarea fundamental en toda cultura. Verdad es que en estos estrepitosos días que vivimos nos invaden las redes sociales que desnudan a la persona, circulan sin traba alguna capitales de dudosa procedencia, gobiernan el mundo las empresas transnacionales, en fin, triunfa la ética del pragmatismo. Se valora a la persona por su capacidad de producir y consumir y no por su esencia humana. Frente a ello, bueno es recordar un concepto fundamental de todo humanismo y es el siguiente: ser humano significa un valor en sí mismo, un valor que me explica y justifica a mí como persona y ante los demás como integrante de la humanidad.
El nuevo humanismo deberá abrirse al entendimiento de toda forma de cultura, al reconocimiento de los valores comunes que definen lo humano, a la aceptación de las diversidades, al encuentro intercultural, a la actitud dialógica y de respeto a las diferencias de ser, vivir y morir que definen el carácter de cada cultura. Buscar el equilibrio en la comprensión y aceptación del otro ha sido siempre un ideal en todo humanismo, tarea que hoy se torna urgente pues significa educarse para el diálogo entre los pueblos, el único modo de humanizar la globalización.