No todos los populismos son iguales. Hay un populismo totalitario, de muchos socios y pocos amigos, y un populismo más o menos democrático que, en cierta medida, canaliza los sentimientos populares. El primero es simplemente excluyente, arrasa con la diferencia y se aprovecha de la debilidad del pueblo. El segundo trata de integrar a todos desde metas comunes, aunque no siempre las fronteras queden claras.
Entre nosotros, el populismo, de una u otra forma, parece gozar de buena salud. Desde que vivo en el Ecuador, cuya nacionalidad ostento con orgullo, me he visto arrastrado por la ola populista del halago al pueblo, aunque no siempre el pueblo fuera el protagonista de la historia. Al final, cuando rascas la superficie de la vida política, siempre son otros los que tienen la sartén por el mango… Otros los que piensan, proyectan y deciden las políticas públicas, desde muy arriba y desde muy lejos de la realidad.
Más de una vez he recordado el Despotismo Ilustrado de los círculos de poder que rodean al Monarca: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Eran los ilustrados de entonces, ellos sí auténticos pelucones, empolvados hasta la nariz, siempre dispuestos a decir a los demás lo que es bueno y conveniente. La Ilustración, con toda su carga de progreso racionalista, no siempre (mejor, casi nunca) fue sinónimo de participación.
La Doctrina Social de la Iglesia es clara y terminante y debería de ilustrar a los ilustrados de este tiempo, tan proclives a decirnos lo que tenemos que pensar, hacer, decir y aplaudir. Lean los nn. 190 y 191 del Compendio de la DSI. Allí habla de los países donde la participación y la democracia aparecen como derechos enunciados sólo formalmente y, también, de aquellos otros donde el crecimiento exagerado del aparato burocrático niega de hecho al ciudadano el proponerse como un verdadero actor social y político.
Quizá por eso, porque se sienten ajenos a los procesos sociales y políticos, muchos jóvenes tiran la toalla del compromiso hasta volverse dóciles consumidores. Algún día alguien encenderá la mecha de la indignación y, tal como ha ocurrido en otros países, cuestionarán las contradicciones de un sistema que hace coincidir la libertad con la imagen, tantas veces manipulada, de progreso.
Brasil representa un ejemplo claro de lo que estoy diciendo. Nunca el gigante latinoamericano, presentado como modelo de desarrollo, tuvo un gasto público semejante. Parece que no fue ni es suficiente. El pueblo y, especialmente, los jóvenes reclaman equidad, justicia e inclusión. Los políticos del poder viven satisfechos inaugurando palacios de justicia o deportes, pero ellos, los jóvenes, saben que la democracia es otra cosa. Saben que cualquier sujeto de la sociedad civil tiene que ser informado, escuchado e implicado en el debate.
Crear participación no es dádiva. Es un derecho que cuando se niega o se coarta, se ningunea, hace que la democracia se prostituya por vericuetos del populismo excluyente y reaccionario.