Los últimos acontecimientos electorales y otros de orden político en la región dan cuenta que buena parte de los votantes latinoamericanos continúa seducida por proclamas populistas, aún cuando sus líderes estén sepultados en montañas de papeles que ponen en evidencia prácticas corruptas, o que los antecedentes sobre sus inicios en la vida pública les vinculen con regímenes que en su momento pusieron en duda su fidelidad con la democracia.
Por estos lares, lo que importa son los discursos, los ofrecimientos, la agresión al contrario, antes que los programas de gobierno o el compromiso por fortaleces las instituciones, alejándolas de la influencia de las autoridades de turno.
Precisamente, son los autoritarios los que han logrado demoler los Estados de Derecho, ufanándose de haber construido una nueva estructura legal y organizativa a su medida y que calza con sus pretensiones. Son pocos los países que se escapan de esta realidad, pero en su interior siempre está latente esta amenaza y si no logran convertirse en poder estos grupos están prestos para crear inestabilidad. Por ello, se proponen atacar cualquier intento de corrección en el manejo de la cosa pública, pues saben que su argumentación extremadamente básica cala fuerte en el electorado y eso les significa réditos para lo venidero.Quienes buscan el desarrollo ordenado e intentan resolver los problemas de sus países, alejados de discursos impregnados de demagogia, parten en desventaja, por no decir que electoralmente casi no tienen ninguna posibilidad.
Las nuevas recetas para construir apoyos exigen edulcorar las propuestas. Si un candidato sale a decir lo que realmente se necesita para corregir los desmanes provocados por la irresponsabilidad en el manejo de la cosa pública, no va a ninguna parte. Nadie desea escuchar que, en el ámbito que le corresponde, tiene que arrimar el hombro. Todos o la gran mayoría buscan oír mensajes que les tranquilicen momentáneamente, aún cuando en el fondo duden que esas fórmulas sean las que se requieren para superar una crisis.
A esto hay que sumar que gran parte de los votantes en América Latina son jóvenes y no tienen registrado en su memoria las calamidades cometidas a nombre de consignas o utopías desvencijadas. Los signos que a veces usan en muchas ocasiones lo hacen por moda, por seguir la corriente, sin averiguar los dramas que provocaron aquellos que aparecen como íconos de rebeldía. Siguen reproduciendo proclamas que hoy por hoy solo les ponen a tono con el pasado, sin que nada de lo que expresan y repiten cansinamente signifique vanguardia o progreso.
Poco a nada hace prever que esto cambiará ni siquiera en un mediano plazo. Con sistemas educativos que continúan inoculando revanchas y odios de clase, a veces salpimentado por las propias autoridades que son producto de esas experiencias pedagógicas destructivas, es difícil considerar que una transformación realmente liberadora de dogmas, que desate amarras que nos atan al retraso, se encuentre en marcha.