Sigue sorprendiéndonos por su actualidad la magistral elaboración conceptual de Max Weber (1864-1920) sobre el poder carismático como tipo de dominación. Dos ideas fundamentales giran en torno a esta formulación: la una, el poder carismático es un tipo de dominación que va más allá de las virtudes personales del líder, gracias a las cuales logra esa empatía movilizadora que le permite conducir inapelablemente a las masas. La otra, tan fundamental como la primera, atribuye el surgimiento del poder carismático al fracaso de la transición desde formas tradicionales de dominación política, a la forma moderna, que gira sobre un tipo de dominación, que él denomina como ‘legal racional’.
La forma carismática es más la expresión de una condición de exclusión, de radical incertidumbre en la cual se encuentran las masas, al demostrarse impracticable su inserción dinámica en la vida de la institucionalidad democrática moderna. La forma carismática populista emerge porque debe satisfacer una demanda de protección y de identidad, que es material y simbólica y que debería caracterizar a la racionalidad política y a la racionalización del proceso histórico como su legítima derivación.
Allí donde falla la institucionalidad democrática, emerge la forma carismática, la cual instaura una lógica de difícil contención: para reproducirse, requiere de la desinstitucionalización; el líder construye su liderazgo en el convencimiento de que solo sus virtudes extraordinarias pueden lograr lo que las instituciones no consiguen. Las instituciones son presentadas como obstáculo del que hay que desembarazarse a cada momento para realizar las aspiraciones del ‘pueblo’. El fenómeno carismático responde a la demanda de una base social que requiere de una figura extraordinaria que la rescate de su condición de precariedad material, de anonimato, de intrascendencia.
Los populismos son diestros en ofrecimientos y dádivas, en clientelismo; las dádivas materiales generan la imagen de que existe justicia distributiva; la exaltación al pueblo, el cual aparece como ’mandante’, satisface la demanda de identidad y la frustrada voluntad de poder, que no se canaliza institucionalmente. A cambio, el pueblo se entrega al líder y lo adorna de atributos extraordinarios; un intercambio simbólico en el cual el actor social está dispuesto a sacrificar a las instituciones que, paradójicamente, son las únicas que efectivamente defienden y garantizan sus derechos.
Difícil condición para el liderazgo político; cómo rebasar esta lógica, cómo resolver la legítima demanda de inclusión material y simbólica de las masas, sin ceder a la seducción de la forma carismática, cómo estar a la altura de la transición histórica que exige responsabilidad y visión estratégica.