Empecemos con lo obvio: el papa Francisco piensa igual que sus antecesores en el Vaticano en torno a temas como la moral sexual o el rol de las mujeres en la sociedad contemporánea. Está bien que así sea porque la Iglesia Católica defiende una serie de valores que considera inmutables, es decir verdades absolutas que no pueden cambiar con el paso del tiempo.
Por esta razón, a nadie debería sorprender que, durante estos días en Brasil, el Papa haya dicho, por ejemplo, que desaprueba la legalización de las drogas. Tampoco debería sorprender a nadie que, en otras ocasiones, Francisco se haya pronunciado en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo y, por supuesto, en contra de que las parejas gay adopten niños.
Al igual que sus antecesores, el ahora Pontífice siempre ha enaltecido el rol de las mujeres en la sociedad pero a continuación ha dicho que está en desacuerdo con que ellas aspiren al sacerdocio. También ha criticado que las mujeres puedan usar métodos anticonceptivos por considerar, a todos ellos, abortivos.
Cuando el Papa Bergoglio dijo, hace un par de semanas, que también los ateos podrían acceder a la vida eterna, los voceros del Vaticano se apresuraron a aclarar que aquello solo sería posible previo a un proceso de conversión, porque la salvación solo se la obtiene a través de Cristo.
Si el discurso de Francisco es, en esencia, idéntico al de los anteriores papas, ¿por qué entonces este Pontífice ha llamado tanto la atención de la opinión pública creyente y no creyente? Aparte de cierto grado de novelería colectiva que Jorge Mario Bergoglio pudiera provocar gracias a su enorme carisma personal y a la novedad que supone ser el primer Papa latinoamericano, creo que hay un elemento que sí le distingue de quienes le antecedieron en el Vaticano: Desde el inicio de su papado, Francisco ha dicho que no solo desea una Iglesia dedicada a los pobres, sino también una Iglesia que sea pobre. Que yo sepa, no ha habido un Papa que haya hecho un pronunciamiento de ese tipo y de forma tan categórica.
Sobre todo en los países industrializados, el clero católico ha vivido rodeado de lujos y riqueza. La Iglesia ha sido una gran acumuladora de activos de alto valor como tierras y edificios. También ha participado en operaciones bursátiles gigantescas y sumamente rentables.
Nada de malo tendría todo aquello, siempre y cuando la inmensa mayoría de esos recursos llegasen a los más pobres. Talvez el papa Francisco no tenga esa certeza y quiere asegurarse que la riqueza del clero termine en manos de los más necesitados.
Lograr aquello sería una movida verdaderamente revolucionaria del Papa argentino y demostraría que el Vaticano es una institución que sí puede renovarse.