El debate reducido a mensajes y al cruce de frases poco comedidas es la degradación de la pseudo democracia que cabe en 140 caracteres.
La aparición de los trolls como supuestos sujetos políticos dieron cuenta en los últimos años en el Ecuador de una truculenta puesta en escena de la nueva forma de hacer política. Muchos operadores, lectores pragmáticos-perversos y fragmentarios- de Maquiavelo, entendieron el nuevo escenario a su manera, con mentalidad matonil.
Primero fue el insulto, quizá como secuencia de una visión excluyente y descalificadora del que piensa distinto elevada a la tarima y al discurso público. Luego llegó la calumnia y el tejido de rumores que buscaban el desprestigio. Lanzar lodo con el ventilador de las redes sociales, desde la cobardía y el anonimato, parecía seguir la fórmula del éxito. El invento de los trolls centers, no es original, cuidado quieran patentarlo los plagiadores de oficio.
Hace algunos años el periodista argentino, Jorge Lanata, crítico del Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, desvirtuó otro modelo de supuestos cuestionadores de sus denuncias e investigaciones. Todos eran nombres falsos y por cierto, reproducían una misma visión intolerante sobre el periodismo y la prensa. Cualquier parecido no es coincidencia, claro que no. El rey del uso del Twitter, elevado a cuasi política de Estado, es el inefable presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Contaba una crónica reciente que su jornada laboral formal – si así se le puede llamar- termina a las 19:00. De allí sube a la residencia, ve los noticieros de la TV, tal y como en las comedias y películas que ironizan sobre ese otro síndrome de dependencia enfermizo que es el de la popularidad, el culto a la personalidad y la vanidad en el centro de esa ‘hoguera de las vanidades’ que es el poder. Luego toma el teléfono inteligente – no siempre empleado por personas de esa misma cualidad-, y empieza a darle al tecleo de mensajitos. Desde allí Donald Trump recuerda su obsesión por el muro -y no es el único que los manda a construir-, apunta sus críticas a cualquier país de Europa que le parezca que debiera seguir sus designios o traba polémicas con los líderes otras inmensas naciones de las que no concibe que puedan acumular poder o llevar diálogo de iguales. El mundo, para él, se acaba y termina en su mapa de América, por cierto reducida a aquel país que limita al norte con la estepa canadiense, al sur con un muro que separa a los mexicanos y por los dos océanos. Luego, el juego peligroso de palabras, los reduccionismos religiosos y las confusiones enojosas de el mundo musulmán como si todos fuesen seres violentos.
Volviendo a casa podemos decir que la falta de democracia y pluralismo que la cultura de la exclusión impuso a la fuerza, hace pensar a algunos en que son dueños de la verdad, a otros, que escuchar a los distintos es pecado de deslealtad y que una sola visión es el mundo perfecto con el que soñaron: el liderazgo vertical y el partido único. Nada afuera de su propio muro.