La relación entre la política y la economía está cambiando. Los políticos de los países avanzados están trabados en conflictos absurdos y a menudo tóxicos, en vez de seguir las recomendaciones de cada vez más economistas que coinciden en el modo de poner fin a este largo período de crecimiento escaso y desigual. Hay que revertir la tendencia antes de que paralice al mundo avanzado (y se engulla también a las economías emergentes).
Obviamente, que haya desacuerdo entre los políticos no es nada nuevo. Pero hasta hace poco, se suponía que si los economistas profesionales llegaban a un consenso tecnocrático en relación con determinadas medidas, la dirigencia política prestaría atención a sus recomendaciones. Incluso si partidos políticos más radicales trataban de impulsar una agenda diferente, otras fuerzas poderosas (ya se trate de la capacidad de persuasión de los gobiernos del G7, los mercados de capitales privados o las condiciones para obtener crédito del FMI y el Banco Mundial) se encargarían casi siempre de asegurar el triunfo final de la estrategia consensual.
En la última década del siglo que pasó y la primera del actual, las políticas de gran parte del mundo se guiaron por el denominado Consenso de Washington. Todos los países (desde Estados Unidos hasta una multitud de economías emergentes) aplicaron políticas de libre comercio, privatización, mayor uso de mecanismos de precios, desregulación del sector financiero y reformas fiscales y monetarias con un fuerte énfasis en la oferta. Los organismos multilaterales adoptaron el Consenso de Washington y así ayudaron a difundirlo e impulsar un proceso general de globalización económica y financiera.
Algunos gobiernos que fueron surgiendo (en particular los liderados por movimientos heterodoxos llegados al poder de la mano del malestar de las poblaciones locales y su desencanto con los partidos tradicionales) a veces no coincidían con la pertinencia y adecuación del Consenso de Washington. Pero como demostró el presidente brasilero Lula da Silva con su famoso giro político de 2002, el consenso prevaleció casi siempre. Y todavía dominaba unos dos años atrás, cuando el primer ministro griego Alexis Tsipras ejecutó un giro de 180 grados igualmente notable.
Pero tras años de crecimiento inusualmente lento y asombrosamente no inclusivo, el consenso se está viniendo abajo. Los ciudadanos de los países avanzados están desencantados con un “establishment” (que incluye a “expertos” económicos, líderes políticos tradicionales y empresas multinacionales dominantes) al que cada vez más consideran culpable de sus penurias económicas.
Los movimientos y las figuras antisistema supieron subirse a este desencanto, usando una retórica inflamatoria e incluso belicosa para obtener apoyo.