Entre los cambios que se produjeron en el mundo durante las desconcertantes décadas finales del siglo XX (cuyo símbolo más acabado es la caída del Muro de Berlín), no fue menor aquel ruidoso descalabro de las burocracias totalitarias del Este europeo, en su momento consideradas como la alternativa que podía salvar a la humanidad de la barbarie capitalista.
Si tal había sido la esperanza de millones de seres humanos desde 1917, ¿qué podíamos esperar para el futuro si una a una habían sido desenmascaradas por las sociedades que las sufrieron, dejando a la vista detrás del oropel de su propaganda el rostro feroz de un repugnante sistema de represión?
Algunos opinaron entonces que el desastre había sepultado solamente una versión “equivocada” del socialismo, cuya concepción “correcta” todavía estaba aguardando su posible y necesaria realización histórica. De este modo, la noción abstracta de un “verdadero” socialismo introdujo un riesgo de idealismo en el seno de una doctrina que había sido inicialmente concebida sobre una filosofía materialista de la historia, sin que nadie hubiera podido demostrar la falsedad de esa filosofía, sencillamente porque nunca será posible decir de ninguna doctrina que es falsa o verdadera.
El resultado fue la aparición de nuevos “socialismos”, que en ciertos casos lograron aglutinar en su favor los anhelos de cambio que eran ya generales; pero en la práctica no hicieron otra cosa que sumarse a las múltiples y fallidas variantes que tuvo el socialismo a lo largo de todo el siglo XX e incluso en el XIX.
A esas variantes se refirió Mariátegui ya en 1928, cuando escribió estas palabras: “Nueva generación, nuevo espíritu, nueva sensibilidad: todos estos términos han envejecido. Lo mismo hay que decir de estos otros rótulos: vanguardia, izquierda, renovación. Fueron nuevos y buenos en su hora […]. Hoy resultan demasiado genéricos y anfibológicos. Bajo estos rótulos empiezan a pasar gruesos contrabandos…” (Amauta, Año III, N° 17).
Si un marxista lúcido pudo denunciar esos “contrabandos” en una fecha tan temprana, ¿cómo no reconocer los que siguen pasando en nuestros días? ¿Cómo no reconocer los esguinces ideológicos que desfiguran constantemente la apariencia original de muchos “nuevos socialismos”?
Quizá haya llegado ya la hora en que se hace inevitable admitir que la Modernidad ha terminado, como terminan todas las épocas de la historia, y que con ella ha caducado ya todo el aparato conceptual que articuló el pensamiento moderno -incluyendo los conceptos de estado nacional, partidos políticos, democracia formal, socialismo, liberalismo y conservadorismo.
Siempre habrá desigualdad en la condición de las personas, pero no debe haberla en sus derechos; siempre habrá unas fuerzas sociales que pretendan conservar lo establecido, enfrentadas a otras que pretenden cambiarlo; pero unas y otras deben pensarse a sí mismas en términos nuevos. Definirlos es la tarea del nuevo pensamiento que nuestro tiempo reclama con urgencia para liberarse de su actual cautiverio en el pasado.