¿Por qué el oficialismo tiene tantas dificultades para relacionarse con el movimiento indígena? Si consideramos que un buen número de cuadros y funcionarios del Gobierno y de la Asamblea Nacional integraron las filas de Pachakutik, o militaron en organizaciones de izquierda, o en calidad de técnicos del desarrollo mantuvieron estrecha relación con el mundo indígena, la relación debería ser más fluida. Sin embargo, ya van dos confrontaciones en las que los indígenas les tuercen el brazo, en forma sucesiva, tanto al Ejecutivo como al Legislativo.
Al parecer, el eterno conflicto entre ejercicio del poder e interés general no encuentra salida en la política nacional. La pugna por la Ley de Aguas evidencia que los poderes fácticos continúan actuando tras bastidores, al extremo de convertir al escenario político en una maraña de actos y discursos contradictorios e indescifrables.
Es difícil saber qué mismo está en juego. Ante la ausencia de un pacto social que comprometa a los principales actores políticos del país, la desconexión entre legislación y realidad social reaviva la célebre metáfora de la carreta tirando de los bueyes. La Constitución aún está demasiado adelante del verdadero país.
La realpolitik opera una vez más, y evidencia que la crisis de representatividad política, que constituyó uno de los argumentos centrales de las exigencias de cambio por parte de la sociedad ecuatoriana, se prolonga hasta ahora. Ante la imposibilidad de dirimir sus diferencias en los espacios institucionales formales, los indígenas tuvieron que salir nuevamente a las calles.
El movimiento indígena no cuenta con una representación parlamentaria que corresponda a su verdadero poder; no gana elecciones presidenciales, como a menudo les reprocha el Presidente; es más, tiene menos asambleístas que Sociedad Patriótica o que el Prian; no obstante, es el único contradictor del Gobierno que se ha anotado dos victorias coyunturales consecutivas.
El impacto ha forzado al Gobierno a dar respuestas no solo condenables, sino peligrosas. La propaganda orientada a descalificar a la dirigencia indígena, tiene rasgos que rayan en prácticas fascistoides. Estigmatizar a un grupo humano a fin de poner al país entero en su contra es una forma de exterminio social. ¿Se ha percatado el Gobierno de la adhesión que ha generado su discurso anti indígena entre conspicuos representantes del viejo gamonalismo serrano o de la rancia oligarquía porteña? ¿Existe tanta incapacidad de diálogo y negociación, que la única alternativa es la satanización de los adversarios políticos?
La estrategia resulta necia. En la práctica, únicamente ha contribuido a fortalecer a la misma dirigencia que se pretende anular.