Pobres poderes

En ésta época del relativismo moral, de la “paja en el ojo ajeno” y de negación de la viga en el propio, de elegidos, de pretensión de verdades y poderes absolutos, no es extraña la idea de jubilar a las ideas de Montesquieu sobre la separación de poderes. Existe una tendencia a la descalificación de todo lo que molesta al ‘proyecto’ de profundización de la ‘revolución’ por pasado de moda, antirrevolucionario, mercantilista, sin alma.

En Montecristi se anunció la ‘refundación’ del país, el fin de las prácticas políticas viciosas; el impulso a una acción pública en la que ya no se confundirían los intereses particulares (económicos o políticos) con el interés nacional. Se promovería la participación ciudadana en asuntos públicos (no como una formalidad); se limitaría cualquier forma de poder que ponga en riesgo derechos de las personas, que debían garantizarse frente a las acciones u omisiones del Estado. Se aseguraba que existiría una supremacía constitucional absoluta; y, funciones independientes. En Montecristi se declaró pomposamente al Estado como constitucional de derechos y justicia, social, democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico.

Los ‘ideólogos’ de la Constitución con sus novedades, que en algunos casos rayaban en novelería, diseñaron una institucionalidad débil, incapaz de balancear, limitar o controlar al poder. Ahora tenemos unos pobres poderes, más mutilados y debilitados que en época de la partidocracia, los que parecen tener como función principal legitimar, justificar o confirmar las decisiones del poder verdadero.

La declaración pública sobre el anacronismo de las ideas de Montesquieu puede entenderse como un inusitado ataque de sinceridad política, tan solo comparable con la propuesta presidencial de convertir a la información en una función pública. Proposición que debemos tomar con seriedad considerando que tenemos un entorno de búsqueda obsesiva de control de la información, sea por el manejo estatal de medios, el uso extensivo de cadenas nacionales ‘aclaratorias’ o informativas, las que se afirma son parte la ‘rendición de cuentas’ o una patriótica contribución a nuestra memoria frágil o perdida. La propuesta de estatalización de la información debe ser entendida como un proceso en marcha.

Parece una obviedad decir que no todos los medios privados contribuyen a un debate informado en los temas de interés general. En más de un caso han perdido de vista la necesaria e indispensable separación entre propiedad del medio y periodismo; es decir, entre intereses personales, económicos e información. Pero no tengo duda de que en democracia debe preferirse contar con una diversidad de fuentes las que, con todos sus defectos y debilidades, son la única opción compatible con el derecho a la información de los ciudadanos.

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