Si el gran Libertador venezolano del siglo XIX hubiese querido permanecer junto a Manuela Sáenz, seguramente la habría tenido junto a él en Santa Marta cuando iba camino del exilio. Sin embargo, en un inesperado giro del destino, dos improvisados padrinos de bodas del siglo XXI, se las han arreglado para que ni la muerte sea capaz de separar a Bolívar de su amante ecuatoriana.
En el pasado mes de julio, los restos “simbólicos” de Manuela Sáenz entraron al Panteón Nacional de Caracas de la mano de los presidentes de Ecuador y Venezuela que, tras una pomposa ceremonia los depositaron junto al sarcófago del General.
Probablemente este “maridaje” posmórtem no le resultó tan traumático al Libertador cuando constató que la urna que lo acompañaría en adelante, no contenía en realidad los restos corporales de una de sus amantes, sino un poco de tierra recogida en la localidad peruana de Paita donde Sáenz murió en 1856.
Debe haberse preguntado quién diablos se dio el trabajo de trasladar unas libras de tierra desde semejante distancia. Más se habría asombrado al enterarse que el curioso cargamento fue recibido casi como deidad divina en las ciudades en que hizo escala antes de arribar a Caracas.
No pasó mucho tiempo antes de que la paz del insigne venezolano vuelva a ser perturbada.
El presidente Chávez recientemente decidió exhumar los restos -en este caso reales- de Simón Bolívar para comprobar que estaba muerto, verificar la autenticidad de la osamenta e investigar las verdaderas causas del fallecimiento.
En una pintoresca ceremonia transmitida en vivo por televisión y que podría haber sido de alguna novela de García Márquez, las huestes de Chávez manipularon, examinaron y tomaron prestadas partes de la centenaria osamenta. Chávez dio su opinión forense al declarar que “tiene que ser Bolívar ese esqueleto glorioso, pues puede sentirse su llamarada”. Debió ser la llamarada con la que Bolívar quería prender fuego a su profanador. El trajín del célebre esqueleto no va a terminar pronto. Chávez planea renovar su sarcófago y, en una nueva ceremonia fúnebre, trasladarlo a un mausoleo distinto, separándolo de otros héroes nacionales que hoy están junto a él -pero que no son del gusto del gobernante venezolano- con los que probablemente el Libertador ya había trabado amistad durante todos estos años.
A todo lo anterior se suma el hecho aberrante de que Bolívar ha sido convertido por Chávez en el emblema de la revolución “socialista” y “antioligárquica” que encabeza, a pesar de que el Libertador fue un hombre muy conservador y perteneció a la más rancia aristocracia feudal venezolana del siglo XIX.
180 años después de su muerte, Bolívar no logra descansar en paz y probablemente se retuerce en su tumba al mirar el circo que se gesta -literalmente- a costillas suyas.