Las relaciones entre la prensa y el poder son (siempre han sido) de ida y vuelta, de conveniencia y de incomodidad a un tiempo. El poder necesita a la prensa para encontrar un enemigo fácil, para poder relativizar la verdad y para tratar de controlar la realidad (cosa bastante imposible, por cierto). La prensa necesita al poder para ayudar a escribir el guión de la ópera bufa de la política, para poner su parte en la concepción de la política como pasatiempo. Sería inconcebible un día sin políticos en la primera página de los periódicos: los políticos tendrían que echarse en el diván del psiquiatra y pedir importantes dosis de ansiolíticos. Sería increíble el día en que nos abstraigamos de la política, en que dejemos de hablar de candidatos, encuestas, asambleístas y presidentes.
Por un lado el poder necesita, al menos, acobardar a la prensa para que las cosas no se salgan de las manos, para que no trascienda más que la versión oficial, para que haya siempre y en todo caso una visión unilateral de las cosas. Así, al poder no le gusta que le escudriñen los bolsillos, que le pregunten legítimamente en qué ha gastado el [nuestro] dinero, que le busquen las cosquillas y las costuras, que alguien ose discutir sus decisiones casi celestiales e inapelables. Por otro, la prensa no se podría entender sin el poder: ¿se imaginan ustedes un periódico sin sección política o sin crónicas parlamentarias?, ¿se imaginan ustedes un periódico que no cubra, que no se deje llevar por las rutinas de los sucesivos presidentes? La prensa sin política perdería mucha de su gracia y el poder sin prensa perdería una excusa.
Sin la prensa los políticos no tendrían sus momentos de gloria, no serían esos héroes temporales que suelen pasar, a veces en segundos, de semidioses a miserables, de titanes a rufianes, del olimpo al olvido. El poder y la prensa, aunque pueda parecer paradójico, terminan por ser cómplices, compinches en la obra de teatro de la política. Nadie, creo, podría concebir a John F. Kennedy como una figura casi novelesca sin la sal y pimienta que los medios de comunicación le pusieron a él y a su familia. Nadie podría acordarse de Richard Nixon como el indecoroso presidente que en efecto fue si la prensa no investigaba -y publicaba- sus andanzas.
Por todo lo anterior, y para que al final del día la ópera bufa mencionada líneas arriba guarde algo de credibilidad y de decencia, a pesar de todo, la prensa está llamada a vigilar al poder todo el tiempo, a marcarlo hombre a hombre, a averiguar más, a hacer las preguntas más incómodas, a indagar y a criticar. Y el poder está obligado a ser plural, a dar cabida a las ideas ajenas, a no endiosarse, a no creerse eterno, celestial e intocable.