Adrián, mi nieto pequeñito, supo intuir el florecimiento incesante de la vida; cuando su mamá le explicó lo que significaba que papá Noel fuera ‘inmortal’, él concluyó, rotundo: ¡Claro, abuela, porque siempre habrá niños! Para su inicial intuición, la incuestionable existencia infantil es garantía de la barbuda inmortalidad de papá Noel, y no al revés…, (aunque una inmortalidad condicionada no pueda ser, en estricto sentido, inmortal). El inmortal es el niño: siempre los habrá. La percepción de su propia presencia en el mundo autorizará sus futuros sueños.
Siento un placer especial -¡vanidad de vanidades!- al repetir para usted esta respuesta infantil; sé que el valor del placer es fugaz, más breve que el valor de la verdad, pero en este caso, la verdad intuida tan sencillamente me produce una fruición, entre intelectual y física, casi inenarrable. La intuición, movimiento íntimo que ilumina, sin reflexión previa, el ámbito de lo ‘real’, para mostrárnoslo en su dimensión secreta, será la base de todo razonamiento, hasta el fin .
En clases de filosofía en la vieja y querida PUCE hablábamos del ser y de la nada en el sentido de la antigua metafísica que tantos científicos relegan a pura ilusión; entonces, nos era evidente la imposibilidad de alcanzar racionalmente el ser, pero nos afirmábamos en la intuición de que ‘el ser es’. ¿Necesitaríamos ‘demostrar’ este principio?; ¿hallaríamos pruebas para defenderlo? La nada, negación del ser, implica también el poder de intuir, más allá de la aspiración a comprenderla. Y si la orgullosa ciencia experimental niega el valor de estas intuiciones, ¿con qué certezas construye la plataforma desde la cual los ‘sabios’ conocen lo real, sin la primera certidumbre de que cada objeto sobre el cual investigan ‘es el que es’? He ido lejos, y vuelvo atrás: la poesía, el arte son ámbitos de creación imposibles, sin intuición y sensibilidad. Se preguntaba Einstein por qué los resultados de la ciencia aplicada, que vuelven la vida más fácil, no nos han traído la felicidad, y respondía: ‘porque no sabemos hacer de la ciencia un uso sensible’. Para él, el camino hacia la plenitud no lo señala el dominio científico del mundo, sino la sensibilidad, intuición que, debidamente cultivada, es nexo entre nosotros y todo lo existente Parafraseando a Einstein, ¿por qué la política, que permite la organización cabal del Estado y busca el bien de todos, tampoco nos ha dado la ansiada felicidad? Pues, quizás, porque los políticos se niegan a hacer de su poder, un uso sensible.
Si el valor del placer es más fugaz que el de la verdad, ¿qué sería la vida sin el aire fugaz del placer, que, por humanísimo error, queremos volver inmortal? ¿Qué, sin el placer de la verdad?