En los últimos años los países más desarrollados han entrado en una frenética persecución contra los indocumentados. Pero la cacería, detención y aislamiento de migrantes ilegales resulta más propia de peligrosos delincuentes o incómodos portadores de virus incurables, que de seres humanos que luchan por la supervivencia.
Las últimas tragedias registradas en el mediterráneo, con centenares de víctimas, solo han dejado como conclusión las frías cifras de la muerte. Al mismo tiempo, cada día nos enteramos sobre las estrictas medidas que se toman en los Estados del “primer mundo” para repeler a los ciudadanos de los países más pobres.
El Gobierno británico está tramitando actualmente una nueva ley de inmigración. El objetivo es “acosar como nunca a los sin papeles creando para ellos un entorno realmente hostil”. Las desafortunadas declaraciones provienen de la responsable del Interior del Gobierno británico, Theresa May, que, para enfrentar esta guerra contra los indocumentados, propone crear todo un ejército de delatores forzosos formado por médicos, arrendadores, banqueros e incluso sacerdotes. De este modo, el cuerpo de delatores se encargará, bajo amenaza de sanciones en su contra, de hostigar a los ilegales dificultándoles la normal convivencia en esa sociedad.
Los ideólogos de la perversa decisión piensan que esta será una reforma disuasoria frente al universo de inmigrantes ilegales que llegan a Europa. Sin embargo, vale la pena preguntarse sobre si una medida de tales características servirá, en efecto, para reducir el número de indocumentados o si solamente encarecerá el costo de vida y empeorará las condiciones infrahumanas en que subsisten los indocumentados, normalmente con remuneraciones miserables y bajo el continuo chantaje de mafias que se aprovechan de su situación legal.
Me resisto a creer que el acoso y derribo de los ilegales es una solución, peor aún su criminalización. El hambre lleva al ser humano a límites insospechados, y una norma legal por más estricta y pérfida que resulte, no detendrá jamás las olas migratorias hacia los destinos en los que existe la posibilidad de conseguir algo para llevarse a la boca, aunque de esta posibilidad dependa incluso la integridad personal y moral del migrante o la de su familia.
Me consuela saber, en medio de tanta estupidez, que no existen suficientes leyes en el mundo para formar una barricada que detenga a un padre o a una madre en la búsqueda diaria de alimentos para sus hijos. Me consuela saber que no hay bastantes delatores ni armas que alcancen a liquidar a todas las personas que dejan sus hogares, y tampoco alcanzan las celdas para encerrar a todas las ilusiones de los hambrientos. Me consuela saber que por delante de la razón (o más bien de la sinrazón) estará siempre el instinto de conservación.