Primero fue la ONU,; ahora el Parlamento Europeo, en Bruselas. Después, “en cualquier lugar del mundo” donde exista sede de alguna organización regional de países. El mundo ya no “se va a joder”, según la predicción del sabio catalán: millones de hombres siguen viajando en tercera clase y la literatura de Gabo, en valija diplomática.
Quienes leyeron Cien años de soledad en Bélgica dirán que el homenaje de Bruselas revive la figura de Gastón, el marido belga de Amaranta Úrsula, que llega con su mujer a un Macondo que está a punto de desaparecer de la faz de la Tierra.
Los festejos diplomáticos en los que nuestra Cancillería, embajadores y tal vez el Ministerio de Cultura han puesto a viajar a Gabo tienen, aunque parezca paradójico, un sello provinciano: servirse de un muerto universal de “la tierrita” para recordarle al mundo que tuvimos un genio, que no somos tan violentos como parecemos ni tan intransigentes, como lo demostramos a diario.
En otras palabras: el muerto célebre está sirviendo post mórtem para la ofensiva diplomática de un Gobierno, seguramente con el consentimiento de sus herederos, que no son solo de derechos de autor, sino del uso de su imagen. Y lo hacen con la obra de un escritor que no fue ajeno al poder ni a sus escenarios pero que tuvo la decencia de rechazar la oferta de un puesto en el servicio exterior de su amigo el expresidente López Michelsen.
En numerosos países latinoamericanos nacieron grandes figuras de las letras que adquirieron en el último siglo dimensión universal: en México, Alfonso Reyes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes.
Exceptuando a Rulfo, todos fueron diplomáticos.
Ninguno de ellos regresó en forma de delegación espiritual a ninguna sede diplomática. Sólo Fuentes, un hombre incapaz de apagar los reflectores que alumbraron su escenario público, habría quizá aceptado el “honor”.
En Argentina nació y vivió Jorge Luis Borges. Conoció en vida la eternidad. Lástima que el modelo colombiano de proyección cultural no haya llegado antes: Borges podría haberse paseado, con iguales honores que Gabo, por Nueva York, Bruselas y las sedes de organizaciones de naciones. Julio Cortázar, nacido en Bruselas, podría haber regresado como hijo pródigo al Parlamento Europeo. Pero no, un escritor muerto no es instrumento de políticas exteriores, buenas o malas, de los gobernantes.
Los argentinos, más inmodestos que los colombianos, tienen en cambio un gran sentido de las proporciones: un gran escritor, orgullo de la patria que lo vio nacer, no se pone a pasear en valija diplomática. Lo mismo pensarán, probablemente, los nicaragüenses de Rubén Darío; los chilenos, del uso póstumo del producto Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Gonzalo Rojas; los cubanos, de Alejo Carpentier; los guatemaltecos, de Miguel Ángel Asturias.
El Tiempo, Colombia, GDA