Así decían las abuelas de antes cuando los jóvenes díscolos se iban a confesar. No les duraba la contrición y volvían a su afición por los pecados. La penitencia era un trámite que dejaban de lado, sin cargas de conciencia.
“Morcillas para el diablo”, decían las abuelas cuando los muchachos se levantaban del confesionario para volver a las andadas.
Es el caso de Nicolás Maduro, después de su visita a la Santa Sede.
Maduro mostró sus cualidades angelicales ante el Papa.
Habló de la canonización de José Gregorio, de las virtudes de la beata María de San José, de la importancia de la madre Iglesia para un país afligido por los pecadores, o también de los peligros de la herejía, y estuvo dispuesto a escuchar las admoniciones del anfitrión.
No se puso de rodillas, pero estuvo a punto.
No sacó el rosario, ni repitió las letanías en voz alta ni besó la imagen de san Pedro, pero mantuvo una actitud de feligrés dispuesto a respetar los mandamientos de una fe que seguía con entusiasmo de catecúmeno.
Casi silbó como san Francisco de Asís para que pajaritos volaran a su alrededor.
El Papa aprovechó, con vaticana prudencia, para una breve sesión de reproches que el visitante no sólo escuchó en silencio, sino que consideró oportunos y necesarios. Amén, Santidad.
La comitiva del catecúmeno no garantizaba la seriedad de los amén: ateos convictos y confesos, soldados que apenas creen en el Dios de los Ejércitos, individuos cautivados por el ídolo de la codicia, adoradores hindúes de Sai Baba, personas de curiosas santerías y marxistas que han dedicado su vida a luchar contra el opio del pueblo, no avalaban la mansedumbre del hombre que parecía un monaguillo ante la presencia de Francisco.
Talvez por la influencia de semejante procesión, o quizá por propia naturaleza, el hombre volvió inmediatamente por sus fueros.
Apenas al abandonar el recinto y después de un remedo de juramento en el monte Aventino, dejó de ser el corderito que pareció mientras visitaba al Pontífice.
El cordero se convirtió en el inquisidor que había viajado a Roma.
Sólo se había quitado el uniforme para un ritual de limpieza espiritual que no le venía mal, dada la precariedad de su mandato.
Ya gané mis indulgencias y ahora hago lo que me parezca, pudo pensar.
Volvió a sus ataques contra los periodistas, a sus acusaciones contra la oposición golpista, al discurso dominado por la hostilidad, a la clasificación de los venezolanos en santos que merecen el cielo y malvados dignos del infierno porque así lo establece el manual de la revolución, más obligante que la palabra de Francisco.
Las peregrinaciones auxilian, pero no hacen milagros.