Lo que pareciera ser aunque no lo fuera, parece ser una de las maneras de describir la palabra percepción. La misma con la que se mide por ejemplo la corrupción en los países del mundo a través de la ONG alemana: Transparencia Internacional. Cada año deja una sorpresa nada agradable a varios gobiernos entre los cuales varios de América Latina donde a pesar de tener elecciones con más que menos frecuencia, gritar a voz de cuello que se vive en democracia y hace cumplir la ley… sin embargo la conclusión es que la sociedad relaciona sus gobiernos con la corrupción. A pesar de las muchas inversiones que el subcontinente ha realizado en materia de promoción social es muy difícil sacarse de encima el mote de corrupto cuando uno observa el volumen de dinero utilizado en el “mensalao” brasileño para comprar la voluntad (conciencia sería un tanto generoso decirlo) de parte del Ejecutivo. Están en prisión algunos, pero sorprendentemente no Lula quien era el presidente de la época. Por más que la justicia los haya llevado a juicio después de muchos años, la percepción es que Brasil tiene una corrupción del tamaño de su país.
Pasa una cosa igual en Argentina, Venezuela, Paraguay y en menor medida en otras sociedades del subcontinente donde la impresión es que todo lo que toca el Gobierno lo embarra. ¿Lo hace por propia definición o es que la corrupción del Estado se transformó en un estado de corrupción? Con una desigualdad peor que la africana, con índices de criminalidad y delincuencia desconocidos en otras latitudes, lo cierto es que nuestra democracia no parece ser posible de percibirla más que como corrupta en la acepción menos utilizada de la misma: echar a perder oportunidades. Generaciones completas han quedado hoy marginadas del desarrollo y sostenidas con ayudas estatales que en la mayoría de los casos no hace más que reproducir la misma corrupción que los ha llevado a tal condición. “Se ha democratizado la corrupción”, dicen algunos huyendo de que los gobiernos autoritarios lo eran por propia definición y que el régimen político dominante en la región lo único diferente que ha hecho es que fueran más los que vivieran de este festín de la ilegalidad que implica pobreza, marginalidad, delincuencia y por sobre todo una condición humana que riñe con la dignidad.
No es raro por lo tanto que percibamos a la democracia como sinónimo de una conducta torcida cuando debiera ser lo opuesto. El estado de derecho debería establecer el fin de la impunidad y con ello el temor de los corruptos a ser repudiados socialmente y castigados legalmente. Cuando eso ocurra la percepción mejorará y consiguientemente podríamos decir que vivimos en un estado de derecho con demandas éticas desde la sociedad. Sin eso, somos solo democracias de fachadas.-