Elegir entre lo malo y ‘lo menos peor’ parece que es parte de la tradición democrática del país. En esa tradición siempre estamos eligiendo al “menos malo”, al “menos peor”, siempre eligiendo con miedo al porvenir, siempre el país en la cuerda floja, siempre ante una encrucijada. Por cierto, la tradición democrática parece muy poco democrática: la democracia a patada limpia, a gritos, con insultos, con trampas y mañoserías y, para colmo de la paradoja, tocando las puertas de los cuarteles como último recurso, como si, a la final, aquellos que tienen autoridad militar fueran a poner orden en el caos nacional.
El electorado termina votando contra tal o cual candidato en lugar de votar a favor de una propuesta o por una convicción, al menos si se trata del voto más pensado e informado. El otro voto, el mayoritario, es siempre por la mejor oferta, la mejor camiseta, el mejor baile y la misma oferta desde hace más de treinta años: pan, techo y empleo, póngale en el orden que usted quiera y con los sinónimos que más se le parezcan y, si puede, dentro de esa gama, distinga entre derecha e izquierda cambiando el orden de las palabras porque el ofrecimiento es el mismo.
Ahora, además de la tradición democrática de tener que votar por el que nos haga la vida menos difícil, si eso fuera posible pues la situación del país ya está difícil, tenemos que salir a la calle a defender el voto porque no nos podemos fiar de las instituciones. Tenemos que pasar días de zozobra, vigilia, angustia, desinformaciones, informaciones falsas, ataques de troleros y sin poder fiarnos de resultado alguno, ni de las tendencias, ni de las estadísticas, ni de las proyecciones ni de algo que suele ser exacto: las matemáticas. No. Ni de las matemáticas nos podemos fiar porque todo en la política nacional huele a chamusquina.
Además de la zozobra, tenemos que aguantar campañas sucias, fotos trucadas, voces que no corresponden a quienes hablan, mentiras fraguadas, cartas falseadas, encuestas más falsas que billete de seis dólares, resultados amañados, sumas mal hechas, robos de papeletas, centros de conteo tránsfugos, verdugos que se vuelven víctimas, actas que dicen una cosa mientras que en la pantalla sale otra. Es decir, tenemos una democracia bajo sospecha. Los ganadores estarán bajo sospecha. Los asambleístas que han entrado estarán bajo sospecha. Los parlamentarios andinos estarán bajo sospecha. Y los ciudadanos, burlados e irrespetados, sin más opción que comerse el cuento y esperar a votar por lo menos malo, por ‘lo menos peor’.
Tenemos una democracia enferma, raquítica, en la que las minorías no tienen derecho ni siquiera a expresarse. Una democracia autoritaria en la que se imponen las mayorías. Una democracia que no implica acuerdos, consensos. Pero además, una democracia que pone duda sobre los ganadores pues no se sabe si han ganado limpiamente o con trampa.