Por razones del ministerio pastoral en Loja, me toca viajar casi todas las semanas por carreteras infames y culebreras, que dejan en evidencia, máxime a raíz del invierno, las falencias de la llamada revolución vial. De hueco en hueco y de salto en salto, me toca sufrir los rigores de un tráfico condenado, a la defensiva de cualquier descerebrado que adelanta en curva, nunca usa los indicadores ni baja las luces largas, maneja con exceso de velocidad o lo hace bajo los efectos del alcohol. El sufrimiento se amplía cuando, por la noche, en las noticias, contemplas el ritual de muerte y llanto de tantas personas que ven truncada su vida y perdidos sus sueños en el fondo de la quebrada.
Dicen que en Ecuador no hay pena de muerte. Sólo es un decir. Más de 5 000 ecuatorianos están condenados a morir cada año en las carreteras, sin contar los que fallecen a posteriori y los miles y miles que quedan heridos y discapacitados para siempre. Triste récord resulta el constatar que la primera razón de muerte infantil en el Ecuador son los accidentes de tráfico. A la luz de esta historia, resulta chocante que se nos diga que la razón de tamaña barbarie es la mejora de las carreteras a lo largo y ancho del país, con el consiguiente aumento de velocidad. Podemos decir lo que queramos, pero es imposible maquillar la realidad… Si queremos ser serios y afrontar el problema con decisión, tenemos que hablar del pésimo estado y conservación de muchas de nuestras carreteras, de las licencias vendidas y compradas, de la pobre capacitación de los conductores, de las llantas lisas y las carrocerías de pésima calidad de autobuses, de rutas ilegales, de las batallas por lograr usuarios a cualquier precio, de la ausencia de pruebas de alcoholemia, de la legalización fraudulenta de carros robados, de la impunidad de los que huyen, etc. Un mundo de circunstancias que hacen de nuestras carreteras un espacio de inmenso dolor.
Nadie puede negar la enorme inversión en las grandes rutas, no así en las intercantonales e interparroquiales (en Loja hay que armarse de valor y paciencia). Pero una reforma vial necesita algo más que un buen asfaltado. Necesita corregir tantos puntos negros que emsombrecen la vida colectiva de nuestro pueblo y que hacen de este un tema feo para nuestro desarrollo. Pero, sobre todo, necesita educar, capacitar, formar la conciencia, la mente y el corazón de todos aquellos que tienen responsabilidad, no solo los conductores… Este asunto tiene trascendencia moral, pero también es político y educativo. Los discursos, las amenazas de suspensión y los lamentos se suceden, siempre iguales, al ritmo de los accidentes, pero pasa el tiempo y seguimos en las mismas. Los ciudadanos se merecen otra cosa: no estas muertes que parecen inevitables y que dan pena y rabia, sino vivir y morir con dignidad, como Dios manda: en la propia cama, cogiditos de la mano de las personas amadas, con los santos sacramentos, hecho el testamento y en santa paz. Ya saben, “a Dios rogando y con el mazo dando”.