El peligroso vicio de pensar

Desde que el poder es poder y desde que el estado es estado, desde que hay iglesias, doctrinas y dogmas, pensar es un vicio extremadamente peligroso, porque frente a ese “vicio” de los hombres libres, la eterna tentación de todos los jefes y de los innumerables pontífices que gobiernan el mundo ha sido reprimir, imponer silencio y apostar a la paz del cementerio.

Es tan peligroso el vicio de pensar que algunos intelectuales han optado por la renuncia y el acomodo. 
Es tan peligroso, que la cultura se ha convertido en apetitosa presa del poder, y la disidencia es signo de subversión. Es muy peligroso, porque apostar al racionalismo nos hace libres y permite a cada persona que se atreve a incursionar en la aventura de pensar, concluir según sus convicciones, incluso según sus perjuicios o sus errores. 


Sí, incluso según sus errores, porque uno de los derechos que no se ha reivindicado es el derecho a equivocarse, y aquello de que la equivocación no justifica la represión ni la condena. Uno de los temas que caracterizan al liberalismo es la tolerancia. 
Y uno de los defectos insuperables de los totalitarismos –y de los socialismos- es la intransigencia, el dogmatismo, el afán de imponer unanimidades, es decir, la pretensión de suprimir esa virtud humana asociada íntimamente a la dignidad, que es la libertad de conciencia.


Opinar es el fruto del vicio de pensar. Escribir lo es, como lo es soñar, enseñar, discrepar. Pintar, hacer novelas, construir doctrinas, rebatir consignas, proponer tesis y criticarlas, son algunas de las expresiones de semejante riesgoso empeño. 
El vicio de pensar está en el núcleo de la cultura. Tiene que ver con la memoria y con la ruptura, y explica las innumerables prohibiciones en que se sustenta la obediencia.

Ese vicio es el adversario más importante de los dogmas. Es lo opuesto a las “últimas palabras” y a las unanimidades. Es lo contrario al silencio y al miedo, a la mediocridad y a las renuncias. Es lo más próximo a la integridad.
La tolerancia es una virtud que no siempre caracteriza a la democracia.

Sin embargo, esa virtud alude a su sustancia. 
La ética que debería integrar la práctica de la democracia está constituida por el reconocimiento del derecho del otro, por el respeto a las minorías intelectuales y políticas, por la necesidad de dudar, por el imperativo de desobedecer cuando las órdenes conspiran contra la conciencia, por la capacidad de debatir sin temor.

¿O la democracia es solo un instrumento para construir poder y legitimar el mando? ¿Es solo una fachada?
“¡Abajo la inteligencia, viva la muerte!”, le gritaron los fascistas a don Miguel de Unamuno, allá en 1936. Íntegro como fue, don Miguel, desde su irrebatible inteligencia, les respondió: “venceréis, pero no convenceréis”.

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