Cuando leemos en los medios noticias sobre escándalos de corrupción o de sobornos en empresas privadas o instituciones públicas, nos queda una sensación de impotencia. Al ver las cifras de millones de dólares que sirvieron para comprar conciencias o para ‘arreglar’ contratos la mayoría nos indignamos y exigimos justicia.
Todos recordamos cómo a finales del 2016 se empezó a destapar la corrupción generada por Odebrecht en el Ecuador y en otros países del continente. Cada declaración o dato nuevo que salía a la luz dejaba ver que se había armado una verdadera maquinaria de sobornos y compra de conciencias.
La corrupción y el dinero sucio que estuvieron y están en medio salpicaron y siguen ensuciando a funcionarios de gobiernos de Ecuador, Colombia, Perú, Brasil, Panamá y más países de la región.
Estos entramados, tristemente, son parte de una cultura empresarial decadente e inescrupulosa que se observa y se documenta en distintas geografías. Digo esto luego de ver los primeros capítulos de una serie de televisión llamada Dinero sucio.
En estas investigaciones periodísticas publicadas bajo el formato de documental se cuentan historias muy sombrías de firmas de sectores como el bancario, financiero y farmacéutico, o de la industria automovilística, entre otros, en cuyas prácticas comerciales los valores como la ética, la honestidad y la confianza no cuentan para nada, y lo único que interesa es el engaño, el lucro desmedido y la riqueza lograda con mentiras.
Estos hechos marcados por el dinero sucio (muchas veces manchado con sangre) pasan ante la mirada de autoridades judiciales de países como Alemania o Estados Unidos, así como en China o México.
‘Mal de muchos, consuelo de tontos’ es un refrán popular que podría encajar ante los hechos mencionados. Quienes no estamos de acuerdo con ese consuelo preferimos creer en aquellos empresarios honestos y en las autoridades honorables, que sí las hay.