Una de las quejas recurrentes de teóricos, catedráticos y estudiantes de comunicación en los años 80 era la inequidad informativa entre el norte y el sur.
Bajo el signo del teórico belga Armand Mattelart, la rebelión periodística de aquellos años apuntaba a lograr un “nuevo orden mundial de la comunicación”.
El pecado, según la tesis de los mattelarianos, era el control del poder económico planetario.
Porque a partir de esa hegemonía, el norte imponía agendas, culturas, hábitos, estilos de vida, modas, ideologías, puntos de vista e, incluso, gobiernos y dictaduras.
Pero transformar el orden mundial de la comunicación era (es) un gigantesco y complejo desafío.
Conseguir el equilibrio del flujo informativo entre el norte y el sur tenía como objetivo no solo romper la verticalidad de la difusión de las ideas, sino transformar la relación económica norte-sur, una meta muchísimo más ambiociosa y casi utópica.
La construcción de una democracia mediática mundial demandaba, entre otras cosas, que el norte conociera que el sur era mucho más que golpes de Estado, terremotos, catástrofes, epidemias y escenas bucólicas detenidas en el tiempo.
Tres décadas después, aunque el norte aún conserva e impone su hegemonía económica y mediática, el sur ha alcanzado triunfos en su empeño por ser mirado como “el otro”.
Lo peor de esta historia, sin embargo, aterriza en nosotros.
Luego de 30 años de intensa batalla informativa mundial para que el norte reconociera al sur como su prójimo y no como su súbdito, es paradójico que muchos medios y periodistas locales mantengamos casa adentro aquella inequidad mediática a la cual hemos criticado duramente.
Porque si queremos cambiar las cosas debemos ser directos y claros: en el Ecuador también existen un norte y un sur informativos, un centro y una periferia donde el uno es claramente hegemónico sobre la otra.
Así como Nueva York, Washington, Londres, París y Munich son puntos claves desde donde se emite al mundo el mayor porcentaje de noticias, obviamente con la visión de esos ejes de poder, Quito y Guayaquil hacen lo mismo al imponer sus percepciones sobre las del resto del país.
La gente de Poaló, Vinces, Riobamba, Limones, Pedernales, Zumbahua, Milagro y Calhuasig se convierte, así, en receptora pasiva y víctima de la agenda impuesta por los centros noticiosos.
Y, al igual que en lo internacional, millones de ecuatorianos son vistos por los propios ecuatorianos desde una óptica sesgada.
Sesgos donde priman la mediocridad, el racismo, la falta de contexto, el escándalo, el sensacionalismo y la falta de respeto.
Ignorar que más allá de Quito y Guayaquil hay un país con valores, principios, esfuerzos, creatividad, dignidad y alegría es, también, un pecado de inequidad.