Paradójico, pero cierto: en el siglo XXI, como en la Edad Media, la disidencia es un pecado político, un crimen de Estado, una causa de persecución. La libertad y los derechos son un problema para los gobiernos. Son la mala conciencia del poder, la espina en el zapato, el estorbo que impide que el carisma divinice a los líderes.
La disidencia es el principal conflicto de los regímenes que aspiran a la unanimidad del pensamiento, a la eternidad, al aplauso permanente como forma perversa de “democracia popular”. La disidencia es, por eso, traición a las consignas y a las ideologías convertidas en pretexto para reprimir, y en excusa para quedarse en el poder hasta que la muerte por vejez se lleve al caudillo. Es que, tras las carátulas y las formas, gente como el doctor Gaspar Rodríguez de Francia en el Paraguay, o como Castro en Cuba, son convencidos de su predestinación para gobernar, y los siervos que los adoran son convencidos de la bondad de su dominación.
En esos regímenes, la disidencia y el ejercicio de los derechos se castigan con la muerte o con la cárcel. La libertad se sanciona con la humillación y el silencio. Con la clausura. Con el miedo. Cuba es el ejemplo, allí se encierra o se fusila al que no cree, al que no proclama las bondades del régimen, al que no adula, al que no escribe lo políticamente correcto, al que no miente. Las dictaduras de ese estilo brutal, y las otras, disfrazadas de “democracias plebiscitarias”, como Venezuela, más allá de los discursos y las películas, son simples sistemas represivos, modernas inquisiciones políticas, donde, como en ‘La Rebelión en la Granja’ de Orwell, “todos los animales son iguales, pero hay unos animales más iguales que otros”. El tema, en verdad, no es la igualdad de los animales políticos -llamados ciudadanos-. El tema es la sumisión a las consignas, la cabeza gacha ante la propaganda. Es el fraude moral de callarse, de autocensurase, de negarse para no caer en manos de los inquisidores.
Curioso el mundo en que vivimos. Curioso, porque después de siglos de revoluciones liberales, de luchas de reconquista de los derechos expropiados por el poder, recaemos cada vez en la trampa de la negación de las libertades, en la mentira de un progresismo que es retroceso y reacción, que es el retorno de los brujos que se atribuyen la verdad y se asignan el monopolio de la moral política.
La llegada de los disidentes cubanos a España es drama, y es testimonio venido de los fondos de las mazmorras. Es la conciencia incómoda, evidente, dolorosa, de que tras las máscaras del socialismo revolucionario, que ha gozado siempre de la buena prensa de intelectuales que abdicaron vergonzosamente de su papel crítico, se esconde una burda tiranía de caudillos del viejo estilo latinoamericano, se esconden patriarcas seniles, que siguen opinando como hace 50 años, sobre un mundo que ya no existe.