En el salón principal del Palacio de Itamaratí, en Brasilia, con la solemnidad adecuada a una ceremonia de tanta trascendencia, contando como testigos a los presidentes de varios países americanos y a los reyes de España, el 26 de octubre de 1998 fueron suscritos los acuerdos que pusieron fin a la disputa territorial secular y cruenta que había hecho del Ecuador y el Perú dos vecinos distantes, impregnados de recelos y rencores.
Los presidentes Mahuad y Fujimori sellaron, con un abrazo prolongado y algunas inocultables lágrimas, la paz definitiva entre nuestros países.
Como Canciller, me correspondió dirigir las negociaciones sustantivas y suscribir los acuerdos de paz. Toda la comunidad internacional se sumó al júbilo de Latinoamérica y varias entidades financieras comprometieron su aporte para construir, en conjunto, una nueva etapa de solidaridad y mutuo beneficio.
Es verdad que nunca llegaron, en los montos ofrecidos, los apoyos anunciados. Pero la paz se ha ido construyendo. Se abrieron las puertas al turismo entre ambos países, se ejecutaron obras de desarrollo fronterizo que han estimulado la integración, capitales de un país se invierten en el otro con entera confianza y se han creado prósperas empresas binacionales. La cooperación económica es cada vez mayor, mientras el intercambio comercial ha crecido exponencialmente.
Sin embargo, la más importante consecuencia de la paz suscrita ha sido la paz psicológica que progresivamente va afincándose en el alma de ambos pueblos. Hemos dejado de considerarnos enemigos y, sin olvidar la historia, vamos dejando atrás la desconfianza y los rencores. Nos sentimos solidarios y, en cada apretón de mano que nos damos, ya no buscamos la argucia o la intención malévola escondidas, sino el calor fraterno que mutuamente nos identifica como idénticos en origen, culturas y destino.
Una de las más elocuentes expresiones de estos nuevos tiempos son las reuniones de los gabinetes ministeriales de ambos países en las que se analizan los temas de interés mutuo y los presidentes toman, en armonía, decisiones que a ambos países benefician y obligan.
La paz, ‘máxima rerum’ florece por todas partes, se connaturaliza en Quito y Lima y se expande vigorosa y fecunda. Ya no es la aspiración que, adornada con los matices de un sueño, nos mira desde lejos y parece inalcanzable. Su leve presencia nos circunda sin que nos apercibamos de ello. Y nos inspira. La estamos tomando como natural, así como al oxígeno al que solo apreciamos cuando empieza a faltarnos. Esa paz, indispensable para cualquier programa de gobierno está allí, en medio de nosotros.
Por esto, el 26 de octubre, aniversario de la paz ha pasado casi desapercibido, ha dejado de ser extraordinario porque la paz se ha convertido en un fiel y domesticado acompañante.