Hace cerca de una década el país se encandiló con una propuesta a la que adhirió masivamente. Periodistas, formadores de opinión, dueños de medios de comunicación, académicos, políticos que se sumaban al paso empujaron una corriente que sintonizaba con lo que había sido una proclama por años. Era el momento, según ellos, de desmontar una estructura institucional que a su entender no había funcionado, que sólo servía para atender los intereses de una minoría. Pocas eran las voces de alerta que por atreverse a disentir rápidamente eran descalificadas. Con entusiasmo inusitado algunos apoyaron desembozadamente y otros se hicieron de la vista gorda, cuando con abusos y atropellos desmantelaron la institucionalidad vigente e impusieron otra hecha a la medida, para instaurar un poderaltamente concentrado. Apoyados por una coyuntura económica excepcional que les permitió gastar a manos llenas consiguieron consolidar apoyos hasta obtener una hegemonía absoluta. Pero ya sea por el estilo confrontador, los abusos e insultos cotidianos o la percepción que el modelo era insostenible, poco a poco personajes que fueron claves para que este grupo accediera al poder empezaron a alejarse, engrosando las filas de los que recibían los peores epítetos por el simple hecho de disentir de la voz oficial.
Después aparecieron indicios de corrupción. Lo que antes eran rumores terminaron en las indagaciones de una supuesta estructura que podría haber enriquecido obscenamente a través de millonarias coimas. Jamás en la historia contemporánea se ha visto sumas semejantes que acaso pudieran haber llegado a engrosar las arcas de ex funcionarios públicos, quienes valiéndose de sus cargos pudieron haberse beneficiado ilegítimamente.
Ante ello el silencio oficial y de las autoridades llamadas a combatir estas conductas ha sido clamoroso. Todo lo anterior vuelve urgente la necesidad de re-institucionalizar el país, para contar con organismos de control que hagan su papel adecuadamente, sin esperar complacer a ningún poder de turno, sino que sean la garantía de la recta aplicación de las normas vigentes. Se torna imperante obtener el concurso de hombres y mujeres de probidad comprobada, que se encuentren dispuestos a asumir tareas que devuelvan a la ciudadanía la certeza que es posible construir un verdadero Estado de Derecho.
Termina una etapa de hegemonía absoluta. Gane quién fuere las cosas no se asemejarán a lo vivido en estos últimos diez años. Parecería que ese es el tiempo promedio que rige un cuerpo constitucional; y, pese a que contradice la aspiración de tener una carta política que se mantenga en el tiempo, se hacen imperantes varios cambios que en lo principal impidan la construcción de un poder único. Allí precisamente donde existe una sociedad dispersa, con intereses diferentes, se requiere del diálogo y el consenso para construir un marco jurídico mínimo que garantice la gobernabilidad en el disenso.