Alfredo Negrete
anegrete@elcomercio.org
Décadas atrás, en momentos de probable depresión colectiva, algún ensayista de temas políticos manifestaba que en América Latina para la existencia del acto fundacional de un partido eran indispensables tres requisitos: un presidente, un secretario y un timbre. Que había casos en los que el secretario no era necesario y que, en otras, lo importante únicamente era el timbre.
El acto burocrático del fin de los partidos dispuestos por CNE no fue dramático ni penoso, fue histriónico. El fiel reflejo de organizaciones que alguna vez fueron protagonistas al amparo de figuras importantes a escala nacional en materia electoral y que, luego de su jubilación política, terminaron con los movimientos políticos ad hoc que los acompañaron.
Con ese tipo de entidades o sin ellos la democracia no ha perdido ni ha ganado, pues nunca fueron sus baluartes sino endebles mástiles movidos por opciones o rechazos desde las urnas o desde el poder.
En la historia de América Latina han existido partidos históricos o tradicionales fruto de la época de la independencia, los turbulentos primeros tiempos republicanos y con perfiles ideológicos contrapuestos respecto a la relación entre la Iglesia y el Estado.
En una segunda etapa, a finales de la década del veinte del siglo pasado, irrumpió la izquierda con militancia fragmentada del socialismo y el comunismo; este último privilegió su incidencia en sindicatos, universidades y ámbitos culturales. Eran muy europeos y la plebe de los suburbios y villas miseria no estaban en su agenda.
En esas condiciones, se labró el populismo en el Ecuador. Como en otros países el panorama fue ideal: masas desesperadas y huérfanas de interlocutores solventes, líderes carismáticos de gran convocatoria y posiciones ideológicas usadas de acuerdo con las necesidades de la coyuntura.
Las identificaciones de estos conductores en el Ecuador son conocidas: Velasco Ibarra, Guevara Moreno, Assad Bucaram, León Febres Cordero y Abdalá Bucaram. Respecto a Jaime Nebot falta que supere el distrito municipal y detente el poder nacional para juzgarlo.
La pregunta obvia respecto a esta saga es indagar si el actual gobernante del país es o no populista. Sí, y es una respuesta válida también para Venezuela, Bolivia o el Régimen argentino que está por terminar, con la salvedad que anota la Ciencia Política al catalogarlos como neopopulistas: grandes concentradores del poder avalados, por enormes recursos extractivos.
Por estos motivos, la desaparición de los partidos timbres carece de significado cuando al país se lo percibe conducido por un liderazgo sin control ni límites.
De ser este el caso, solo quedaría regresar a la respuesta que en sus años de periodista Gabriel García Márquez dio al director de su diario que demandaba la modernización pues el mundo seguía adelante, a lo que el joven escritor de entonces respondió: “Pero sigue dando vueltas”.