Una de las paradojas del poder está en que los líderes de los países más poderosos del mundo tienen menos libertades para gobernar que los líderes de los países más débiles del planeta. Hace pocas semanas hemos visto al Presidente de la potencia mundial, Barack Obama, amarrado por el Congreso, desprestigiado por sus organismos de inteligencia, ridiculizado por la prensa, devaluado en los sondeos. Son malos tiempos, claro está, pero incluso en las horas de gloria, el Presidente de Estados Unidos está sumamente limitado por la constitución, las leyes, los otros poderes y los ciudadanos.
En contraste, el caudillo de uno de los país más pobres del planeta, Kim Jong-un, es un líder todopoderoso, venerado como dios, cuya fotografía está en todos los hogares, oficinas públicas, fábricas, plazas y monedas. No tiene limitaciones para su poder, es jefe del gobierno, del partido y comandante supremo del ejército. Y, sin embargo, no puede garantizar la sobrevivencia de sus ciudadanos y necesita ayuda internacional para alimentar a su población, de acuerdo con informes de la FAO.
El Presidente del Gobierno Español se quejaba porque no “tenía libertad” para tomar decisiones en la crisis. Analistas europeos hablan de la banalización del poder en Europa pues los países han perdido soberanía ya que los parlamentos no legislan, solo ratifican decretos gubernamentales y los gobiernos solo ejecutan las obligaciones acordadas y contraídas ante la Unión Europea.
Otra paradoja del poder es que la consecuencia del exceso o la falta de poder es la misma: la banalización de la política, del discurso y las campañas electorales. Según columnistas europeos, los políticos, al carecer de poder real, solo se dedican a buscar fortuna y los líderes que quieren destacarse se entregan a las riñas personales y al show político. El espectáculo se ha sobredimensionado hasta provocar el fastidio de los ciudadanos. Lo mismo que ocurre en América Latina donde los gobernantes han eliminado los partidos políticos, la protesta social y la transparencia electoral.
América Latina predica, como siempre la unidad, pero ahora está más lejos que nunca porque no es posible la unidad entre países y gobiernos que tienen concepciones disímiles del poder y de las instituciones del Estado. Los gobernantes que aceptan las limitaciones de la ley, de los otros poderes, de los gremios, de la prensa, de los sindicatos, son, curiosamente, los más eficaces y tienen a sus países adelante en todos los indicadores. Los gobernantes que más poder han acumulado, que tienen como colaboradoras a las otras funciones del Estado, que controlan la comunicación y tienen sus propios medios, son los que exhiben mayores índices de pobreza, de desempleo, de inseguridad, los más aislados de la comunidad internacional y los más intolerantes con quienes expresan algún desacuerdo.