Paisajes interiores

Tengo un amigo con el que converso casi exclusivamente por Whatsapp (es lo que queda de la amistad: su versión 2.0; hiperconectada y distante). Con él, además de emoticones sin sentido y frases inconexas (en forma de pregunta o de respuesta a destiempo), comparto fotos.

Las suyas, invariablemente del mundo de afuera (viaja mucho este amigo); las mías pertenecen al mundo de adentro y repiten casi un único escenario: una mesa llena de textos, hojas sueltas subrayadas, un cuaderno, un esferográfico, un resaltador y tazas de té o latas de cola. Es el tiempo del paisaje interior; un tiempo que más que nada está quieto, pero que en su –a veces– exasperante quietud tiene cosas para mostrar.

Mientras las fotos que recibo me recuerdan el olor a sal del mar, el calor de una noche de fiesta callejera, el tedio de la espera en un pasillo de aeropuerto, el sabor demasiado dulce del relleno de crema de un pastelito que deja los dedos pegajosos, la imposible cima nevada a la que seguro ya nunca llegaré, frente a mis ojos se dibujan la misma ventana, los mismos muebles, el mismo patio y los mismos colores (con excepción de la variación que les otorga la luz que llega desde afuera, según la hora del día y si es natural o artificial). Todo es igual, nada es igual. Leo, escribo, leo, escribo. Un día, dos días, tres días... 15 días. Vuelvo a mirar: ­todo es igual, nada es igual.

Esas son las imágenes que ofrece mi paisaje, que también está hecho de sonidos. No sé cómo suenan los paisajes de las fotos de mi amigo (aunque lo imagino). Sí sé que mis paisajes interiores se acompañan de una banda sonora que varía muy poco: puertas eléctricas que se abren o se cierran; tacones contra un piso de mármol; ecos de conversaciones incomprensibles en un idioma incomprensible; el jadeo entusiasta y urgente de un perro muy simpático; en volumen bajo, música clásica encontrada en cualquier radio de Internet; y, cada vez con más frecuencia, el piar somnoliento de los pájaros cuando empieza a amanecer.

Es la vida hacia adentro, y no solo de un sitio físico, sino dentro de la cabeza. La vida sin nadie con quien hablar; la vida levantándose sobre miles de letras que a veces son nombres, otras son fechas, también son sitios y más que nada conceptos difíciles de comprender. Todo pasando como en cámara lenta.

Los pensamientos amotinados y anunciando el caos. En ese lugar llamado ‘adentro’ empiezan a armarse complejos sistemas horarios que ya no se miden en minutos sino en páginas leídas.

El paisaje interior también da miedo, porque es desconocido: ¿quién es esa persona que piensa esas cosas y empieza a querer hablar esa lengua extraña de ‘los que saben’? ¿Soy yo? Sí. No. Todo es igual, nada es igual.

Es lo que tienen los paisajes interiores, que a fuerza de quietud pueden poner al observador a hacer(se) preguntas. Y casi todas quedarán sin respuesta, flotando como pelusas de colo­res en el aire, mimetizándose con el paisaje.

iguzman@elcomercio.org

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