¿Un país sin orientación y sin guías?

Toda sociedad requiere, como condición inherente para la creación y consolidación de una verdadera democracia, la participación positiva e interesada, consciente y responsable, de sus integrantes. Estamos inmersos en sus problemas, en sus necesidades, en sus triunfos y fracasos: somos, como individuos, su núcleo fundamental y el centro gravitante de su actividad. Todo lo que sucede en ella, bueno o malo, beneficioso o perjudicial, nos afecta. La solidaridad -el pensar en los otros, el entregarnos a los demás- no debe limitarse a los momentos de crisis más acuciantes: debe ser la expresión de una actitud permanente. El futuro -el de nuestra sociedad y el nuestro- dependerá de lo que hagamos o dejemos de hacer.

En el quinto volumen de la ‘Historia de la literatura ecuatoriana del siglo XIX’, de Hernán Rodríguez Castelo -a quien el país no ha reconocido con justicia su aporte a la difusión de nuestras letras-, leí la cita de un texto admirable y dolorosamente actual de Luis Fernando Vivero: la indiferencia política es, para él, “una de las más terribles enfermedades morales”: “peor que el error mismo, porque el que se engaña, ama todavía la verdad; la discierne mal, pero la busca, la desea, hace esfuerzos por encontrarla, y los hará hasta asegurar su triunfo; mas con la indiferencia política no sucede esto: para ella no hay verdad ni falsedad: no ama lo uno ni aborrece lo otro: que el bien o el mal, que la libertad o el despotismo reinen sobre la tierra poco le importa…”.

La necesidad de participación de unos se convierte en obligación ineludible para otros: la de quienes han recibido generosamente de la sociedad la posibilidad de ejercer altos cargos: presidentes, alcaldes, ministros, legisladores… Deberían ser, por su experiencia, orientadores y guías. No tienen derecho a la indiferencia y el silencio. Nadie debe jubilarse de la política -el interés activo por los problemas de la sociedad. Ni renunciar a ser ciudadano. Ni a buscar la verdad. Ni a actuar -vivir- con honor y dignidad.

Ni a condenar los atropellos institucionalizados o la mentira sistemática. Ni a rechazar las ofensas y el irrespeto. Ni a luchar por la justicia y la libertad. La egolatría y el ensimismamiento nunca han sido buenos consejeros.

En cuanto a mí, creo que mi participación y mi aporte, que reconozco insignificantes y sin trascendencia, son un deber. No renunciaré a seguir ejerciendo con independencia inclaudicable, sin someterme a intereses vergonzantes, sin temores ni hipocresías, sin ocultarme en la retórica o en una falsa objetividad, impulsado siempre por lo que piensa y siento y obedeciendo a mi conciencia, aun con el grave riesgo a equivocarme, el derecho inalienable a la reflexión, la disidencia y la crítica… Únicamente deseo contribuir, con un minúsculo grano de arena, a defender nuestro derecho a actuar con coherencia y dignidad y a expresarnos con libertad.

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